«Los acontecimientos dramáticos de los últimos días —las revueltas en Túnez y Egipto— demuestran la necesidad de borrar del orden del día el conflicto israelo-palestino lo antes posible», dijo el domingo el presidente israelí Shimon Peres.
Y dijo bien. Pero un poco tarde. Durante décadas, Israel se durmió en la inquietante normalidad de que no pasaba nada si dejaba «para más adelante» la resolución del problema de un pueblo cuya tierra ocupa, al que no puede desaparecer con solo cerrar los ojos, y que tiene, como los ciudadanos israelíes, sus dramas humanos, sus aspiraciones.
En efecto, no ocurría nada porque, si las relaciones con Egipto, un vecino árabe tan enorme, eran buenas, ¿qué importaba que otros patalearan un poco?
Tel Aviv apostó por la inmovilidad eterna en la casa de al lado, con la que había fraguado un tratado de paz en Camp David, EE.UU., en 1978. De Egipto le ha llegado desde entonces combustible y buenos negocios; al balneario de Sharm el Sheik cruzan miles de israelíes a veranear apaciblemente, y muy importante: El Cairo garantiza un control efectivo de la frontera, tanto de la mutua como de los límites entre el territorio egipcio y la palestina Franja de Gaza, donde gobierna el Movimiento de Resistencia Islámica (HAMAS), elegido por los palestinos desde 2006 y no muy simpático para Israel.
Ah, pero mudables como son las cosas de este mundo, todo indica que el presidente Hosni Mubarak no terminará 2011 en el poder —lo dice él mismo, que no se presentará en las elecciones de septiembre—, por lo que el interlocutor que tan confiable le resultaba a Israel no estará más a la mano. Vendrá otro, con otras reglas, y ya alguno, como la Hermandad Musulmana —organización islámica sunita que dice apostar por la defensa de las causas árabes por vías pacíficas y que tiene un apoyo apreciable en el país de Tutankamón— anuncia que habría que revisar los Acuerdos de Camp David, que entre otras cosas abrieron el camino a las relaciones diplomáticas bilaterales, y permitieron a Tel Aviv el paso de sus buques por el nacionalizado Canal de Suez, la vía que une al Mediterráneo con el Mar Rojo.
Ahora que los ciudadanos toman las calles de El Cairo para exigir cambios, y en EE.UU. y en Europa se confiesan «sorprendidos», lo curioso es que también Israel se queda patidifuso —pese a estar «puerta con puerta»— frente a lo que hace muchísimo tiempo debió prever: que las circunstancias políticas en Egipto podrían simplemente variar.
Para cuando llegara ese momento, habría sido bueno no tener ninguna asignatura pendiente con el mundo árabe. Los propios Acuerdos de Camp David expresaban que el proceso para lograr un Estado palestino no llevaría más de cinco años, y que las negociaciones tendrían como cimiento la resolución 242 del Consejo de Seguridad de la ONU, que exige a Israel la retirada de todos los territorios conquistados en la guerra de 1967.
Sin embargo, ¿qué ha sucedido en estos 33 años? Que Tel Aviv desaprovechó en Egipto a un sólido socio para la paz, y se entretuvo colonizando más tierras palestinas en Cisjordania y Jerusalén oriental, además de destrozar Gaza, emprenderla contra el Líbano, bombardear objetivos en Siria, asaltar flotillas humanitarias, enemistarse con Turquía… ¿Cómo podrá convencer a quien venga después de Mubarak, de que Camp David valió la pena y de que Oriente Medio es un lugar más justo y seguro desde 1979?
El reloj sonó hace 33 años, y ahora es que Israel parece despertar... Solo que, parafraseando a Monterroso, el dinosaurio, o mejor, la paz, «ya no estaba ahí».