BOLIVIA.— La enfermera Susana Osinaga desconocía en aquella tarde de octubre de 1967 que es imposible purificar lo que ya está purificado. Y mientras el agua corría por el cuerpo desnudo e inerte de aquel hombre ella escrutaba sus ojos abiertos, los cuales la perseguían dentro del rectángulo de la lavandería del hospital Señor de Malta, en Vallegrande.
«Lo que más recuerdo son sus ojos oscuros y hermosos. Tenía una cara de Cristo, con su barba llena y su cabello largo. Nunca dejó de mirarme, me seguía adonde iba, como persiguiéndome».
Los ojos se le nublan y se muerde los labios, instante que aprovecho para atraparle el gesto en el lente de mi cámara.
«Si hubiera sabido quién era lo habría tratado de otra manera; aunque pienso que hice mi trabajo con mucho amor y ahora que lo sé un hombre importante, creo que estoy viva y sana todavía porque tal vez él me protege. Siento como si lo estuviera viendo y hablando con su persona. Es una sensación como si lo viera».
Entonces, removiendo las reminiscencias retrocede en el tiempo, se entalla su cofia y su uniforme blanco y se transforma en la enfermera gordita de esta otra foto en el hospital vallegrandino.
«El doctor Martínez Caso, director del hospital, nos dijo que íbamos a alistar la lavandería para lavar el cadáver de un hombre. Nos sorprendió, porque nosotros nunca lo habíamos hecho con otro cuerpo.
«Cuando lo trajeron, los soldados pusieron la camilla encima de la lavandería, donde hay un grifo en el medio. Le hemos sacado sus ropas, dos pantalones y dos pares de medias, completamente sucios. Le hemos bañado con una manguera, luego secado con una toalla.
«El doctor le puso dos litros de formol para que no se hinchara y no soltara mal olor, pues esa tarde había más de 35 grados de temperatura. El pueblo entró hasta la lavandería, se quedó mirando y comenzó a correrse la voz de que era el Che Guevara, pero nadie conocía quién era.
«Toda la gente ha ido mirando por un lado y mirando por el otro. No quisieron, o nadie intentó cerrarle los ojos. Vino una profesora y le sacó un rolito, porque él tenía el cabello largo; cortó un rolito de su cabello, pero a nadie dijo para qué era. Creo que al cadáver, por la madrugada, se lo han llevado».
Esta mujer gruesa, con sus piernas hinchadas debido a un duro bregar durante 77 años de edad, es propietaria de una pequeña tienda en Vallegrande, heredada de su difunta madre, la cual comparte actualmente con sus dos hijos.
«Me hice enfermera en la práctica; primero fui auxiliar. Entré porque le hablé al médico y él me aceptó. En más de 25 años de trabajo curé muchos heridos y éramos apenas dos enfermeras. Cuando los partos, nunca llamábamos al médico; nosotras los hacíamos, no más».
Asidua paciente de los médicos cubanos en el hospital Señor de Malta, Susana Osinaga recorre muchas veces la otrora lavandería que no ha variado en nada su distribución cementada.
La acompaño mientras se desliza dificultosamente y apoya sus gruesas manos en los bordes del lavadero. Se queda pensativa y luego busca un punto fijo en la pared repleta de grafitis.
La gente ha escrito aquí frases muy bonitas, pero a mí la que más me impresiona es esta: «No pudieron cerrarte los ojos, por eso eres eterno».