Por estos días, el frágil invierno cubano tiñe las tardes de un oro sereno. Te das un respiro de la escandalosa canícula, y oreando escondidos abrigos descansas de la sudorosa promiscuidad. Con las discretas temperaturas, irrumpen silencios e introspecciones. Jugueteando contra árboles y tendederas, grises vientos revuelven recuerdos y nostalgias de la infancia perdida.
Sí, porque en cenas y recogimientos hogareños para celebrar tantas cosas, cuando brindamos por sueños y deseos, este extraviado de siempre extraña aquel ritual ya perdido de compartir a diario la mesa en familia, sin motivo u ocasión que no fuera avivar el cariño en los fogones del alma, aunque el de la cocina estuviera pródigo o menesteroso.
Mordisqueando un alicante antes de las parturientas 12 de la noche, contemplaba a mi hija acariciar en su vientre abultado una promesa ya pugnaz, que daba alegres pataditas al mundo desde la húmeda oscuridad donde se alista el misterio de la vida. Y en silencio, levanté mi copa por que la criatura en ciernes (¿Lucía?) y tantos que sobrevendrán recuperen ciertos encantos hogareños, olvidados a fuerza de agobios cotidianos, celeridades y modernidad.
Me veía entonces en la sobremesa del banquete de los cariños, allá en mi natal Jovellanos: Mi madre batallando dulcemente contra mis desganos, mi hermana golosa intentando un botín de mi plato. Mi hermano mayor ausente, ya desbordando el orden familiar con sus aventuras adolescentes por la calle. Y mi padre, con esa voz firme de gurú de la tribu, comentando los sucesos del día y observándome desde sus azules como a un proyecto indescifrable.
Ah, mesas de mi niñez, mapas del amor y los conflictos, donde se dirimían todas las escaramuzas y se tomaban decisiones a la altura de la mirada de un niño. Mesas, explanadas sublimes de la comunicación familiar, que tía Mercedes privilegiaba por sobre el resto del mobiliario por sus poderes espirituales. Mesas que se fueron para siempre, ahora que cada quien se sirve de la olla arrocera a su hora muy particular, y se desperdiga silencioso, muchas veces hipnotizado ante narcóticos televisivos. Mesas vacías y solitarias. Mesas tristes.
Por estos días también extraño aquellas veladas familiares donde los adultos, en el zaguán de la vieja casona, platicaban de lo humano y lo divino sin imaginar que algún día habría chats expeditos y foros de discusión con desconocidos, gracias a un milagro llamado Internet.
Aquellos eran reinos de la congregación cara a cara, lides de la conversación, donde un niño indiscreto intentaba descifrar expediciones orales, viajando por un mundo imaginado. Años de la palabra prodigiosa, del alarde expresivo, de los vinos añejados de las historias, de los cuentos que me hacía mi madre cuando aún no podía descifrar el encanto que trasunta la letra impresa.
Los niños entonces, al compás de los cuentos narrados, y luego leídos con fruición, nos fabricábamos nuestros propios hechizos. Yo diseñé mi Gato con botas, mi Había una vez; y ahora me preocupa que mi nieta y tantos pequeños pierdan la fascinación por la palabra como catapulta de la imaginación; que algún día, aislados ante la pantalla, lleguen a entumecerse de todo lo ya consumado, de la Blancanieves impuesta y no imaginada. Ahora me entristece que terminen consumiendo menús de entretenimiento y repetitivas chatarras de fantasías, sin desatar ese país de las maravillas que tienen en los cofres de sus fecundos cerebros y en la punta de la lengua.
Al final, retorno de mis nostalgias, y en el Nuevo Año brindo también por el avance de las tecnologías audiovisuales, las multimedias y todos los prodigios comunicacionales que aparezcan, siempre que vengan a complementar y enriquecer la palabra y sus vuelos, esa rosa náutica del entendimiento, el amor y el saber. Palabra, mucha palabra a la lumbre del hogar. Mucha palabra sobre la mesa de la infancia. Lo confirmará mi nieta cuando articule por primera vez las dos mágicas sílabas que resumen la vida: mamá…