No hay derecho a estar triste. No hay razón alguna para escribir de penas, cuando uno ve la felicidad chispeando. Sí, la felicidad, la quimérica, recóndita, imposible felicidad, ahí al doblar de un acorde, a la distancia de un abrazo.
¿Y dónde es eso?, me preguntarán seguramente. Y yo que todavía ando como en trance, diré que se llama La Colmenita y que tiene un hacedor: Carlos Alberto (Tin) Cremata. Este sábado, Juventud Rebelde recibió como un chiquillo de 45 octubres el regalo de cumpleaños que Tin y sus abejitas nos tenían guardado.
Del embrujo genial de Juan Formell y sus Van Van, la fabulación maestra de Juan Padrón, y el imán de amores de Tin, surgió un espectáculo que vale lo que una carga al machete, lo que una buena canción, lo que una guayabera de alma para entallarse la cubanía.
Los grandes líderes no olvidan nunca el poder de los símbolos, nos aseguró cierta vez el historiador Eduardo Torres Cuevas. Los grandes artistas tampoco. Y ya por ese mérito, de artista superlativo, valdrían sobre los hombros al director de La Colmenita, los grados de General Mambí. Pero no, él va más allá de eso, porque sabe que la Cultura es solo uno de los nombres del amor, y debe aspirar a ser el más alto y bello.
Con niños que no son músicos de academia, Tin fabrica un concierto de lujo. Con escenarios bien amueblados o de guerrilla y montaña, Tin diseña un gran teatro. Con historias sencillas, en afán y espíritu, Tin roza la gloria. Y los muchachos lo entienden de una mirada. Le captan al vuelo cuándo deben alzar la voz, o remarcar el gesto, o saludar con energía, o invocar el silencio.
¿Dije: «lo entienden»? Dije mal: lo quieren. Y de ahí parte todo. Porque yo, que he conversado con él en tres o cuatro ocasiones, no sé qué tiene este hombre que sueña cuando habla y enrola en sus locuras hasta a los pesimistas congénitos, y sabe bromear con lo serio y ponerse serio solo de mentiritas, como hacen los buenos profesores.
Así ha hecho, de su familia, su trabajo; y de su trabajo, la familia mayor en la que caben cuantos amen la bondad y el decoro. Hay que aprender jugando. Hay que jugar soñando. Hay que sujetar con furia bienhechora las esencias de la vida y multiplicarlas.
Maruca, una sabia mujer, les dice a sus hijos y nietos que solo lo que se da, no se acaba. Tin conoce esa fórmula y la aplica con rigor de matemático chiflado. Un día me dijo que todos sus talleres, toda su enseñanza, tenían un gran centro: que los niños crecieran con Martí.
Es raigalmente martiana su forma de decir haciendo, de ver a un príncipe enano y armarle una fiesta, de encender en los pechos aún niños el ansia enorme de la Patria.
La Sandunguera de Van Van, la gracia de Elpidio Valdés y Palmiche, el tierno despelote de aquellos mambisitos gozadores, la música sin fronteras de Amaury Malberti y los pequeños, llenan la dicha sin la cual es mármol distante la conexión a una tierra.
Y dan ganas de volverse chiquito para cantar con el grupo, o de tener muchos hijos para entregárselos a este Maestro, o de brindarse de utilero para cada espectáculo de las abejas, o de bailar una madrugada aunque uno no sepa. Qué sé yo, Tin, si el poeta, hermano, eres tú.