Más de cuatro siglos atrás, Francisco de Quevedo escribió una célebre letrilla que ha perdurado en el tiempo, dedicada a lo que llamó poderoso caballero Don Dinero, ante el cual —advierte incisivo en algunas de sus connotadas estrofas— «me humillo» pues «que da y quita el decoro y quebranta cualquier fuero».
Diversas lecturas y moralejas deja para el consumo de cada quien, bien a tenor con los valores en los que se sustente o, en el otro extremo, la codicia desmedida y el pragmatismo cínico que pasa por encima de cualquier escrúpulo. Pero en cualquier caso se trata de un ambiguo caballero que enriquece y engorda y a la vez envilece y denigra.
Traído el caso a la compleja realidad cotidiana cualquier reflexión transita por sendas de laberintos quebradizos, entre la necesidad concreta de ese valor de cambio que llamamos dinero cuando los bolsillos discrepan con los precios, y el imperativo moral del pudor y la ética; entre el enfermizo apego a los billetes que van y vienen y el peligro de perder valores peligrosamente irrecuperables, aun después de hasta nadar en abundancias materiales; entre el egoísmo y la solidaridad humana.
Preocupa una tendencia perceptible a tramposas soluciones individualistas de lo inmediato, a una suerte de pretendido «asalto» de lo que unos y otros creen que les falta de sus salarios, como si estos últimos fueran piezas sueltas, ajenas al conjunto de la economía de un país, en un contexto además de crisis global, como si los ingresos no tuviesen nada que ver con la productividad y la producción de bienes, y los reordenamientos de la fuerza de trabajo, el ahorro y los límites presupuestales que se están encarando, o con el hostigamiento en el comercio internacional.
De igual forma se tiende a obviar, como si fuera poca cosa, lo que el Estado destina a los servicios gratuitos en salud y educación, a salvo de las cuentas de las billeteras familiares que muchos, en zozobra en otras latitudes del mundo, ansían desesperadamente.
Pese a todo este balance tan objetivo, me temo que quedan contados sectores donde no haya comenzado a penetrar el contaminante y sonante «caballero» a la hora de que un ciudadano común solicite o reclame lo que es obligación institucional proporcionarle hasta donde pueda. En traspatios aparece el artículo buscado y la oferta de trámite agilizado mediante procedimientos al margen, y emolumentos por medio, en un saqueo autofágico de los ya limitados recursos.
La tentación de sacar provecho monetario puede ganar terreno hasta en áreas que deben conservarse como infranqueables, intransgredibles, santuarios de nuestro proyecto social, como la salud pública y la educación, si por ejemplo para la transportación por medios institucionales a pacientes en estado delicado, alguien estableciera un precio, o se facilitara la graduación de un estudiante sin los conocimientos exigibles y demostrables, en simulaciones fraudulentas y tarifadas que hipotecarían gravemente el futuro de la Nación.
Respecto a este último escenario, a menudo me pregunto si, portadores de flamantes títulos, padres y maestros podrían dormir en paz consigo mismos, presas del envilecedor Don Dinero, y que en mirada perspectiva es como garantizar pan para hoy y hambre para mañana.