La democracia no termina en las urnas. Luego de las recientes elecciones de delegados del Poder Popular, urgen reflexiones sobre lo que representan estos comicios en una Cuba muy distinta, y mucho más compleja que aquella de 1976, cuando se institucionalizó nuestro actual sistema de votación.
A más de contribuir a cimentar la célula del sistema de gobierno en los barrios, la votación para conformar las asambleas municipales siempre da señales políticas hacia adentro y afuera de la sociedad cubana. Desde la convocatoria a estas elecciones, se exhorta a dirimir una suerte de referéndum por el socialismo y la Revolución. Y ese sesgo también lo manejan ojos distantes y hostiles, que andan tras la aguja ponzoñosa en el pajar de las votaciones y cuanto suceda en esta Isla.
El 94,69 por ciento de los electores cubanos asistieron a las urnas, en un mundo en que la apatía comicial es más de lo mismo. Y en un país con múltiples dificultades internas, satanizado por las hegemónicas campañas de los poderosos, que quieren controlarlo todo con soberbia.
Quienes niegan la Revolución, no se explican por qué entonces los mismos complicados cubanos reaccionan así en momentos definitorios. Si fueran objetivos, los usurpadores de la palabra libertad, esos altaneros que creen tener las llaves de la Historia y el progreso humano, aceptarían que Cuba dio muestra de democracia. Supongamos que ese 5,31 por ciento de los electores que no asistió a las urnas, lo hizo por apatía. Presumamos que el 4,58 por ciento de boletas en blanco, y el 4,33 anuladas, en total el 8,91 por ciento de los votantes, lo hiciera por rechazo. Aún así, la votación expresa el mayoritario respaldo de la población a nuestro sistema, aunque este no siempre colme todas sus expectativas en el fragor cotidiano.
Sin embargo, la viabilidad del diseño electoral y de gobierno no concluye en el mero ejercicio de votar. La verdadera participación y representatividad populares van más allá de marcar una cruz.
Siempre me he preguntado por qué un método de elecciones y de gobierno local tan participativo desde la nominación —sin bandos, ansias de poder ni prebendas—, puede, en ocasiones, derivar en la rutina y en la burocratización.
Cada vez que elegimos a nuestros delegados, líderes de la comunidad decididos a representar a los electores, pienso si realmente les hemos creado las condiciones para que puedan hacer valer esa polea transmisora. ¿Acaso podrán «horizontalizarse» hasta lograr que las administraciones locales, en medio de demasiadas centralizaciones, tomen decisiones vitales?
Afortunadamente, hay experimentos en varios municipios del país de desarrollo local y autógeno, que expresan un interés por potenciar la solvencia del territorio. Ahí, quizá, puede estar el futuro.
Los delegados que elegimos, héroes y víctimas a la vez de nuestros engranajes cotidianos, por momentos se ciñen al mero papel de tramitadores, que dan el rostro a los ciudadanos por otros que no siempre aparecen en el ágora. Falta mucho por potenciar en la multidireccionalidad de nuestra democracia. Y por darles más atribuciones a las masas, para ejercer el control de muchas actividades en los territorios. Así suplantaremos el supuesto papel de expectantes «pichones» que esperan con bostezos decisiones superiores.
Los poderes locales podrían ser más beligerantes y menos «verticalistas» si también se desprendieran de otra manifestación de centralismo: el hecho de que quienes encabezan los consejos de administración, que deben rendir cuentas y someterse al arbitrio de los delegados electos, sean quienes presidan las asambleas.
Cada vez que nuestros ciudadanos depositan su esperanza en las urnas, están midiendo los alcances y efectividades de la democracia socialista. Cada comicio —con sus expectativas y preguntas— deja abiertas nuevas elecciones.