Las últimas semanas han sido escenario de una nueva escalada de desencuentros entre Estados Unidos y la República Popular China. Los desencuentros comerciales, los enfrentamientos por las acusaciones contra China por supuesta violación de la libertad de acceso a Internet y la decisión de Washington de vender armas a Taiwán, le han puesto presión a unas relaciones bilaterales complejas, cuyas implicaciones irradian a escala planetaria.
Pareciera que a la Casa Blanca no le basta con las desavenencias recientes y agregó la posibilidad de que el presidente Obama reciba al Dalai Lama, líder espiritual del budismo lamaísta, durante la próxima visita de este a EE.UU. Nuevamente saltaron chispas. La respuesta china ha sido tan enérgica como en el resto de las ocasiones. Las autoridades adelantaron que de producirse el encuentro quedaría dañada «la confianza y cooperación entre los dos países», ya en crisis por los anteriores incidentes.
El Dalai Lama, reconocido por Beijing como instigador del separatismo en el Tíbet, no solo fue recibido por el anterior Presidente estadounidense, sino que Mr. Bush lo condecoró con la Medalla de Oro del Congreso, máxima distinción civil que otorga EE.UU. Ante tales antecedentes, las autoridades chinas no descartan que, a esta sarta de «decisiones erróneas» tomadas por la cúpula de poder estadounidense, se les sume irremediablemente el recibimiento en Washington.
China ya anunció medidas serias, aunque no especificó cuáles, si se concreta la venta de armas por valor de 6 400 millones de dólares a Taiwán. Por lo pronto, suspendió los contactos militares y amenazó con imponer sanciones a las compañías estadounidenses implicadas. Incluso, a pesar del otorgamiento presidencial de licencias a un grupo de empresas de EE.UU., les hizo un llamado individual para que se abstuvieran de vender armas a la isla secesionista.
Aun más, manifestaron que Washington deberá «asumir todas las responsabilidades de las graves consecuencias provocadas por tal decisión». La Cancillería china también advirtió que será inevitable que la cooperación entre ambas naciones sobre importantes temas internacionales y regionales se vea «afectada».
En vistas de que Washington ha buscado la colaboración china para luchar contra la crisis económica mundial y como interlocutor en los desacuerdos entre la Casa Blanca y Corea del Norte e Irán —como el actor de peso que Beijing es en la arena internacional—, el avance en estos temas depende de los próximos acontecimientos. Resulta complejo entender que EE.UU. insista en inmiscuirse en los asuntos internos chinos y, al mismo tiempo, pida ayuda a Beijing para resolver temas cruciales.
Para China, tanto el Tíbet como Taiwán son asuntos domésticos y de seguridad nacional altamente sensibles. ¿Por qué Obama otorgó justo ahora las licencias para la venta de armas a Taiwán, pendiente desde W. Bush? ¿No será que el diálogo entre China continental y esa otra parte de su territorio no le conviene? ¿Será que es más importante asumir posiciones de fuerza al recibir al Dalai Lama, que resolver la crisis?
La contención solapada ha sido el método más frecuente de Washington frente a la China que emerge. Tal vez los asesores han convenido en que, de vez en cuando, hay que pasar por encima de todo, incluidos los compromisos.
Aunque dentro de unos meses todo quede atrás y este intercambio de amenazas y acusaciones sea para EE.UU. solo un intento de legitimación de su poder como potencia mundial, más adelante deberá pagar por sus decisiones erróneas.
Es que la lógica imperial desdeña el equilibrio. Y todo parece indicar que las relaciones modélicas anunciadas por Obama a finales de 2009, precisamente durante su visita oficial a China, demorarán en ser un hecho. Es cierto que esta agresividad debe tener un límite, máxime si ambas economías mantienen estrechas interdependencias. De todas formas, lo que ocurre y posiblemente ocurrirá, es una prueba más de que los «cambios» propuestos por la administración demócrata… no son tantos.