¿Sabe usted lo que es una nana para dormir niños? Seguramente cree conocer la respuesta. Antes yo creía conocerla también, pero ahora no estoy tan seguro.
Hace varios días tuve una sorpresa que me hizo rascarme con incertidumbre el cuero cabelludo, cuando una pareja de jóvenes con un bebé de algunos meses abordó la guagua en que viajaba, y necesité valerme de las manos para poner mis oídos a salvo: se escuchaba un tremendo terremoto vocal.
Al sentir los chillidos del bebé, la mamá se apresuró a buscar en el bolso ese imprescindible artículo que el hombre inventó para la salvaguarda de la cordura humana: un tete. Sin embargo, para sorpresa de los presentes, el niño no calló.
Instantáneamente, la mamá puso en práctica el plan B: una canción infantil. Esta vez el padre la apoyó en la tarea de hacer que se calmase el bebé. «La gallina piruleca ha puesto un huevo, ha puesto dos, ha puesto tres…», tarareaban los padres a la vista de todos los que los rodeábamos. ¿Resultado? Nulo.
Sobrevino el plan C. Como en las películas del Oeste, sacó el padre un arma celosamente guardada en sus bolsillos: un teléfono celular. Y diciendo al niño: «Ya sé lo que tú quieres…», presionó con destreza algunos botones. En instantes se escuchó una música que surtió el efecto que no lograron ni el tete ni la canción infantil, y la sinfonía de unos minutos atrás se trocó en una apariencia más serena que la de un cachorrito atrapado por el irresistible sopor del mediodía.
La píldora para el sosiego decía más o menos así: «Ella dice que ella es “miki”, ella dice que ella es “repa”, y si tú le coges miedo, agáchate que viene la galleta». ¡Increíble! Tal parece que a paso de reguetón se calman los niños de hoy.
Y, por si fuera poco, a paso de reguetón se festejan también la mayoría de los cumpleaños infantiles desde hace algún tiempo. La fiesta de los niños se convierte, así, en la celebración de los padres, y Vinagrito, Estela y la Hormiguita retozona son amenazados con formar parte de los recuerdos de un viejo baúl.
Si la educación comienza en la cuna y desde allí los bebés escuchan las historias de Caperucitas que en lugar de ir a casa de la abuela «se pierden en la curvita», y se enloquecen por «la gasolina» y «el pirulí», los padres corren el riesgo de que sus hijos no sean inocentes en la edad de la inocencia.
Porque hace apenas unos años que dejé atrás mi infancia, estuve a punto de espantarme: lo que presencié en el ómnibus bien pudo suceder conmigo. Por suerte crecí a tiempo y pude dormir las siestas del mediodía de una forma que, a mi juicio, es más sensata: con el tranquilizante tete y las tiernas canciones infantiles.