Dice mi padre que él puede caminar por los barrios de Matanzas con los ojos cerrados y saber por el olor dónde se encuentra. Pueblo Nuevo no huele igual a la Playa. Y la Marina difiere de Versalles. También dice que sus patios son únicos, y que la humedad de las paredes da ganas de llorar. Lo mismo le pasa con el Parque de la Libertad, con el puente de Tirry y con los ríos: Yumurí, Canímar y San Juan.
Pero yo no quiero hablar de recuerdos ajenos, ni de lugares encumbrados ya por tantas personas. Observándola desde afuera, desde la altura de un balcón lejano de preuniversitario, descifré ciertos enigmas que con los meses convirtieron la ciudad en un anhelo perenne, como si la vida ofreciera segundas oportunidades.
De toda su fastuosidad, añoro la bahía donde terminan los barcos, el cementerio donde terminan los hombres, y la mujer donde termino yo. Las tres evocaciones vienen juntas. El deseo de una renueva el ansia de la otra. A primera vista nada las une, y nunca he buscado la lógica para la subrepticia relación de paisajes tan disímiles. Quizá sea el tiempo, pues con el tiempo las figuras se entremezclan.
Posiblemente fracase al intentar describir el tono rojizo que tomaba el puerto por las mañanas, el ánima blanca que expedía de madrugada el camposanto de San Carlos, o la perfección del rostro de aquella adolescente.
Pero decir las esencias es más fácil. Porque a la larga, el estrujamiento que provocan en el presente las cosas del pasado, es único. Nadie sufre de dos maneras distintas. Se extraña y ya. Con los años, los recuerdos se adaptan a un molde, y lo que no quepa es desechado. La hojarasca sobra, pero como yo aún no he envejecido, desconozco al final cuáles serán los sobrevivientes de mis días. Hoy tomo el lápiz y me atrevo a remembrar las tres presencias de la juventud.
La bahía a primera vista resultaba enorme. Los buques parecían irreales y los pescadores, imperceptibles a distancia, se suponían, porque un buen puerto siempre debe tener diseminado por su vientre tres o cuatro marineros desvelados de la noche anterior.
El San Carlos era diferente. Cobraba vida cuando apagaban las luces de la ciudad. En principio llevaba consigo el respeto que profesan todos los cementerios, pero la costumbre de observarlo día a día como un pueblo dormido lo despojó de cualquier altanería. Encima de una de sus tumbas, casi amaneciendo, besé a la trigueña de ojos revueltos que ya no me acompaña.
Ella también quedó atrás como un objeto inamovible, como un símbolo más a la par de Monserrate, de la calle Medio o del teatro Sauto. Quedó atrás como quedan las cosas eternas.
Ahora mismo desnudo con la vista el Malecón habanero y a la joven que recorre sus bordes. Ahora mismo puedo caminar hasta tropezar con el majestuoso cementerio de Colón, y cualquiera puede creer que estoy hechizado por tanta historia ante mis ojos. En verdad son trucos de la mente. Al trasluz de estas realidades dibujo los espejismos de paisajes homólogos, situados en otra ciudad menos famosa, construida exactamente a mi medida.
Matanzas aún me late. Yo no sé en qué punto la distancia troca su objetivo y, en vez de crear indolencias, reanima los sucesos viejos y recorta las horas. Yo no sé a ciencia cierta muchas cosas.
Tras dos décadas intentando acumular sólidas experiencias, apenas intuyo que en una bahía se puede reposar tranquilamente, que se puede besar un cementerio, y que en las entrepiernas de una mujer descansa el puerto donde hace un buen rato naufragué.