Hace pocos días leía emocionado junto a mis amigos del aula un artículo de El Criollito, periódico juvenil que cada dos meses circula entre los estudiantes de la Universidad Central de Las Villas, cuando sobrevino una polémica bastante recurrente entre quienes estamos a punto de cruzar esa especie de puente levadizo que conecta —después de un lustro— los quehaceres escolares con el mundo laboral.
¿Qué hemos hecho en estos años? ¿De qué nos han servido, para qué nos servirán? ¿Cuán diferentes somos hoy de quiénes éramos cinco años atrás? ¿Qué significa lo que hemos aprendido en comparación con lo que hemos de aprender?
Aunque al principio parecieron obvias las respuestas durante largo rato hubo sobrada enjundia para cuajar una meditación colectiva despojada de todo artificio sensiblero, sin otro imperativo que el de esa visión pragmática dominante en la madurez juvenil.
Pensábamos en el mañana, en el día no muy lejano en que saldremos de este necesario baño de academia, aún con la humedad de la inexperiencia a cuestas, para calentarnos en la rigurosa fragua del trabajo diario. Pensábamos en el violento salto de la ribera teórica a los confines prácticos, en el abrupto tránsito desde los rigores relativos del estudio hasta los deberes sagrados y casi absolutos de un hombre de labor.
Cierto que la vida cambia, que lo que hoy es recreo y tiempo libre luego se despintará en el pastoso cuadro de los encargos y los afanes laborales, en esa acuarela realista de no pocas responsabilidades y tareas por hacer, de no pocos sobresaltos a deshora, de no pocas decisiones repentinas sin el permanente viso familiar.
Muchas de las historias que ahora hormiguean en nuestras mentes como atisbos de inquietos aprendices, solo serán después un pálido recuerdo bajo las rígidas costumbres de otros contextos. ¿Qué hacer entonces con la rutina? ¿Cómo matar a ese fósil casi inextinguible empeñado en cuadricularnos la realidad? ¿Cómo vencerlo sin demostrar flaqueza o miedo?
En medio de aquella meditación en voz alta, me percaté de un eco reflexivo que ineluctablemente nos autodeclaraba protagonistas y decisores de nuestro propio destino, a las puertas de una simbólica ruptura que nos dará riendas para concebir y fundar desde una perseverante continuidad.
Claro que al igual que otras generaciones despuntaremos con una emoción gratísima cuando vivamos el momento. Y sentiremos un proverbial orgullo por lo que seremos, sin trastocar a fuerza de fatales conformismos cuanto debemos ser.
Valdrán para siempre la calidez de estos años de universidad, la precisión de las tantas lecciones aún por aprobar, el jocoso anecdotario de un lustro en extremo agitado, el gustillo agridulce ante cualquier tipo de nota, los regaños del profe y del buen amigo. Es decir, que no es poco, el tiempo todo.
Pero de seguro valdrán también otras vivencias más allá de conquistar la piedad del Alma Mater. Valdrá, y de qué manera, el cruce activo por otros caminos en la antesala de la adultez, con una juventud que es, en esencia, lo que uno mismo quiera.
Aunque el trabajo y la voluntad de innovar apremien —tal como nos advierte un interesante artículo de El Criollito—, no hay por qué resecar con el amargor de las preocupaciones el sabor dialéctico de la vida, justo cuando vamos llegando.