Cuando uno llega a un momento de la vida en que ha leído algo, visto otro tanto y caminado un poquito, sabe ya que cualquier idea sustentada en la imposición de un concepto individual de una persona hacia otra naufraga en la inoperancia del método, por válida que esta pareciera.
Lo anterior opera, con mucha mayor fuerza, en la juventud, segmento siempre más proclive a convencimientos o a influencias que a condicionantes.
Por ende, vería a todas luces como inconveniente desbarrar aquí, como tampoco en ningún sitio, sobre el modo de vestir de cada quien. Eso es asunto suyo, potestad única, y el viejo axioma de que el hábito hace al monje quedó en desuso desde que los científicos usan pitusa y zapatillas.
De hecho, determinado joven puede sentirse a gusto con lo que a otro desagrada. En ello van implícitos la diversidad posible de criterios estéticos, preferencias de su grupo social, características físicas, personalidad..., en fin, la mar de premisas que marquen su tendencia personal.
A nadie debe censurársele por sus preferencias en el vestuario, ni por las modas dables y hallables, es cierto; pero también existen dentro de las sociedades marcos, ambientes, sentido común, sensibilidad para detectar lo fuera de tono, lo desacorde y ofensivo incluso.
Por muy desprejuiciadamente que se aborde el asunto, siempre hay raseros que indican la incongruencia entre ciertas vestimentas y sus contextos de exposición, o lo que esquirla los parámetros mínimos de convivencia dentro de colectivos sociales privilegiados por la civilidad, la sensatez y una visión de claridad del mundo y las cosas.
Así, lastima ver en las calles cubanas a esos jóvenes con pulóveres sobre cuya delantera cuelgan, a dos escaleras, las sobresalientes letras Air Force USA o US Navy.
Más allá de sus carencias formativas, confusión ideológica o descarrío mental entre lo que suponen buena onda o cool (eso que antes aquí le llamaban suave pero ya se sajonizó), están tan desnortados que cabe preguntarse en cuál planeta suponen orbitar, pues este no parece ser.
Y no solo ellos, quienes quizá estuvieron dentro de una burbuja o encapsulados a través de los años de instrucción, sino además sus padres o familiares más cercanos.
Porque, independientemente de la hipotética rebeldía de algunos de estos muchachos para hacer lo que les venga en gana con o sin el consentimiento de sus progenitores, denota ausencia de formación, también, de quienes les trajeron al mundo.
Ninguno de estos responsables por cuenta propia del marketing del ejército yanqui (por fortuna minoritarios) son eslabones independientes de un entorno familiar y social.
¿No habrá nadie a su lado que les enseñe razonada y amablemente el significado de los conceptos dignidad y soberanía; y también el de humillación?
Quizá lo anterior sea menester porque ellos no tengan ni remota idea de lo que hacen alrededor del mundo esos barcos y naves aéreas que promocionan en su pecho, ni de los bombardeos sobre Belgrado y cuanta ciudad existió e hicieron polvo en Afganistán e Iraq.
Aunque cueste creerse, a lo mejor a ellos tampoco les diga mucho los 6 millones de vietnamitas muertos, en lo fundamental, por la acción de tales engendros bélicos construidos por el complejo militar industrial. Mucho menos sabrán de Corea, Guatemala, Granada, Libia, Panamá...
De lo contrario, estos pobres indianos enamorados de Cortés no se insultarían a sí mismos con su barrabasada.