Vaya a lo importante, pues, pediría algún lector apremiado por el tiempo o por la curiosidad. ¿Adónde quiere ir usted hoy? A lo urgente, digo, y quizá por su urgencia, sea tanto o más importante. Hoy, a mi modo de ver, hemos de saber priorizar estos términos. Las circunstancias económicas del país y su cola de restricciones reclaman que profundicemos en los matices de este código. ¿Cuál priorizaría usted?, me pregunta ese mismo lector puntilloso. Y dado que la vida es inconcebible sin el contexto, es decir, sin las circunstancias de diversa índole que la rodean, hoy por hoy yo priorizo lo urgente. Al hacerlo abandono las páginas acartonadas de la gramática y me inmiscuyo en el dúctil papel gaceta de la política. El ejercicio político ha de tener un tacto tan afinado que sepa precisar cuándo lo urgente es lo más importante. Por ejemplo —sea dicho sin ninguna alusión en particular— es importante que en nuestras ciudades haya parques, incluso un bulevar. Pero ¿no resulta urgente hacer producir los campos que envuelven baldíamente a muchos pueblos y ciudades? ¿No es urgente sellar los salideros del agua potable, o acopiar la leche a tiempo, o rellenar los caminos para que los vehículos no dejen su durabilidad en el trayecto?
Tal vez sea pertinente aceptar que cuando las palabras no se utilizan en su más leal significado, posiblemente su uso carezca de sentido. Y tropecemos así con la incertidumbre del bandazo o con la sobrevaloración de lo importante sin considerar el valor agregado de las urgencias. De ese modo, la certeza de nuestras acciones se escurriría hasta el grado de que lo superfluo ocupe el lugar de lo básico.
Tolérenme esta verdad común: hace falta conocer el diccionario de la lengua y emplearlo como manual de nuestra práctica social y política. Afortunadamente, en un hospital saben qué significa «urgente». Nadie duda: un paciente de urgencia recaba la atención inmediata, total, decisiva. Y es de urgencia porque si no se le atiende, el paciente puede fallecer o quedar mutilado. En un hospital lo urgente está inobjetablemente por encima de lo que suele llamarse importante en lo humano y en lo terapéutico.
Fijémonos que en lo atinente a la legalidad, por momentos es a la inversa. Le damos tanta importancia que la erigimos en un fetiche. La ponemos, incluso, por encima de las necesidades. La legalidad —quién lo cuestiona— destaca por su importancia, pero lo urgente exige satisfacer las necesidades. Y la experiencia confirma que la persistencia de necesidades insatisfechas, coloca a la legalidad en una tambaleante situación. Si usted necesita comer, lógico es que busque qué comer, y si carece de casa, natural resulta que tienda a edificarla. Pero, ¿acaso la racionalidad no recomienda que la gente, o cierta gente, con orden, pero sin prohibiciones, construya su casa, para aligerarle al Estado una carga que hasta ahora lo embaraza?
De pronto, ante una reflexión inteligente y solidaria, lo legal deja de imponer sus facultades limitadoras cuando, considerado por encima de la realidad y el derecho de las personas recala en el legalismo. Según un diccionario dotado de sensibilidad política y de inteligencia estratégica, la legalidad se reajusta ante la necesidad. Y las prohibiciones se adecuan ante la presión de las soluciones.
¿Suenan pesadas estas opiniones? Me arriesgo un poco más para decir que lo justo en circunstancias favorables implica valorar parejamente lo importante y lo urgente. A cada uno lo suyo en su hora. Pero en estos tiempos, en Cuba, la paridad entre ambos conceptos se retira para ceder el sitio a la efectividad de las decisiones que se adoptan bajo el asedio de insuficiencias y carestías. Alguien me dice, de paso, que los diccionarios no abundan. Y solo puedo argüir que si en las librerías no figuran con frecuencia y número, es porque otros libros son más importantes, aunque a veces no más urgentes.