Quien sabe cómo se las agenció Matusalén para vivir 969 años, según la leyenda bíblica. Pero no hay que exagerar. Mi vecino Leovigildo no intenta embriagarse de tiempo. Tras una operación milagro que le aguzó la vista y dejó atrás cataratas de nulidades, él solo pide salud para bajar y subir los tres pisos todos los días y hacer la cola del periódico en el estanquillo, ayudar a su señora Rosa con los mandados, ganar alguna que otra comodidad y que no le fastidien el día con mil complicaciones. Que lo dejen coger su fresco.
Así de sencillo es, en la esquina del barrio, el sueño de Leovigildo y otros veteranos que, de 60 años hacia arriba, conforman hoy el 16,6 por ciento de los cubanos. Un segmento que, con las actuales tendencias demográficas —vida más larga, menos nacimientos—, crecerá hasta constituir el 30 por ciento de la población cubana en el 2050, según estimados.
Cada vez hay más ancianos en la familia Cuba: un desafío que obliga a repensarlo todo, así como se vienen perfilando transformaciones en la Ley de Seguridad Social. Sin embargo, aprecio que nuestra sociedad, inmersa en las urgencias del presente, no está aún preparada para los problemas perspectivos que desencadenará el envejecimiento: eso de que cada vez más viva más el cubano.
No estamos ajenos a los encandilamientos globales de la modernidad, que prestigian el vigor y el talento jóvenes, sin sopesar que la renovación requiere del añejado sedimento de lo vivido y pensado, esa ancestral experiencia donde germinar. Las antiguas civilizaciones que nos condujeron hasta aquí, veneraron la sabiduría del anciano como insustituible talismán para encontrar siempre la verdad y el equilibrio públicos.
Por eso aplaudo la alfombra que se les tendió recientemente a los viejos maestros para que abandonen el sillón de jubilados y retornen a iluminar nuestras aulas con tanta virtud y conocimiento. O las posibilidades que anuncian los cambios en nuestro sistema de Seguridad Social, para que los jubilados puedan contratarse con más amplitud. De esas flexibilidades, espero más, en sectores esenciales de la economía y la sociedad en general.
El gradual envejecimiento desafía ya a nuestra abarcadora Salud Pública, porque se requerirán de muchos más geriatras, y de adecuar la estructura asistencial a un paciente promedio cada vez más anciano y requerido de ciertas especificidades, que no puede asumir horarios, rutinas, esperas y capacidades de personas más jóvenes. También implicará la ampliación y mejoramiento de la red de hogares de ancianos y casas de abuelos, entre otras calidades que urgen.
Para otros servicios en general, tan depauperados y deficientes, el encanecimiento de marras supone un serio reto: las dilaciones, deficiencias y procesos burocráticos que signan nuestras vidas cotidianas, ante cualquier gestión o trámite, se hacen más engorrosas para quienes ven flaquear sus fuerzas por los años. Ellos, jaba en mano y retaguardia de la familia, son los más vapuleados por las mediocridades cotidianas de engañarnos, maltratarnos o «pelotearnos» los unos a los otros.
Las distancias, por ejemplo, cobran especial importancia, como también extender procedimientos expeditos, esos del cobro a domicilio que viene abriéndose paso. ¿A quién se le ocurre, como recientemente describí en la vecina sección Acuse de Recibo (Viejos enfoques con los viejos, 29 de julio), hacer caminar cuatro kilómetros a los viejitos en una zona rural, para recoger sus chequeras de pensionados?
De paso, digamos que los mecanismos creados por nuestro sistema de Trabajo Social y Asistencia Social, se las verán ahora con realidades más complejas y vulnerables, que no pueden ser tratadas estandarizadamente.
Son muchos y muy altos los listones que nos sitúa el salto hacia el envejecimiento demográfico. Pero al final, junto a la sorprendente autoestima de nuestros abuelos —que no se amilanan ni se tiran a morir como lagartos— lo esencial es el corazón que pongamos para palpitar con ellos, con sus ritmos lentos y desgastados por el tiempo. El bastón en que todos nos convirtamos.
Al final, aseguran los investigadores que las copiosas edades de los patriarcas bíblicos son resultado de errores en la traducción de ese sagrado texto: al asumir la medida del tiempo, se confundieron los ciclos lunares con los solares, y realmente esas edades son 13,5 veces menores. De ahí que 969, dividido entre 13,5, resulta una vida de 72 años. Nada, que mi vecino Leovigildo ya sobrepasó a Matusalén. Y eso es para respetar.