Hace unos años la TV nacional popularizó, en uno de sus programas humorísticos, a un simpático personaje que pronunciaba semana tras semana una inflexible pero pegajosa sentencia conclusiva: ¡Que nadie toque nada, yo solo puedo tocar!
Siempre estimulado por las tonterías del cabo Mascao, su más fiel subordinado, aquel comediante tenía la misión de convocar a la risa mediante el absurdo de sus caprichos como autoridad. Desde luego, la gracia era mayor en la medida en que el ejecutor de sus ordenanzas intentaba cumplir cada mandato sin preocuparse por las consecuencias.
Fuera de todo provecho jocoso, a diario se mueven en nuestro micromundo algunos «actorcillos» dados a la prepotencia. Son esos que andan por todas partes convencidos de una superioridad en extremo figurativa, tan risible como la del mismísimo humorista.
Esa conducta alcanza otros matices cuando la arrogancia de determinadas personas se apresta a trucidar una obra colectiva.
En algunos lugares, la costumbre de ejercer presiones para el convencimiento y la aprobación de ciertos criterios, ha lastrado la capacidad de polemizar y discutir acerca de nuestras propias dificultades. Ahora mismo pienso en una asamblea cederista, en la que a toda costa se intentó justificar la eficacia de un horario de distribución de agua con el que la mayoría de los vecinos de esa zona no estaba de acuerdo. Y aunque se propusieron vías alternativas para el beneficio permanente de todos, el interés de los que dirigieron la reunión fue persuadir y hacer valer su propuesta.
El pensamiento que se genera al calor de un grupo lleva implícito una voluntad colegiada, como expresión de consenso y respeto a la diversidad de opiniones. ¿Por qué obligar o permitirnos entonces hacer mutis en una sociedad tan acostumbrada a la participación de sus miembros como la nuestra?
Hoy más que nunca, Cuba necesita sólidos cuestionamientos a su realidad. Pero cuestionamientos comprometidos y multiplicadores de respuestas. No se trata de ejercer la crítica por la mera crítica, ni de convertirnos en cazadores de las más nimias imperfecciones o en altavoces pasivos de lo mal hecho, sino de decir lo que no está bien donde haya que decirlo, siempre que la razón y el derecho nos asista.
¿Por qué no pulverizar de una vez y por todas la inercia del silencio, y darle un vuelco a la dejadez y al escepticismo, allí donde han querido ponerle una collera rígida al designio popular? No basta con crear individualmente y crear bien. De igual forma es necesario aprender a escucharnos y desarrollar entre todos una cultura de la recepción inteligente del juicio ajeno, ese que se ha de empeñar, aunque diste del de uno, en contribuir con los mismos deseos al bienestar común.
El enmudecimiento y la arbitrariedad, lejos de ayudar a la solución de un problema, traen consigo males mayores. Fraguan recelos expresivos, incertidumbres, apatías evitables, y conlleva a no comprender que también uno es capaz de aportar y servir.
El propio Raúl nos ha hecho saber que la divergencia de razones en nuestro socialismo puede dar fe sin paradojas de la unidad de la Revolución.
A esta Isla, a su gran y noble pueblo, le sobran neuronas que la recorran día a día burlando carencias y haciendo equidades. Y también le sobran manos que desde la fábrica, la escuela, el barrio o el imprescindible surco, puedan hoy removerla por su bien. Sin que nadie nos lo impida: ¡Toquémosla!