Durante la semana que ya se ha ido, colegas han estampado en nuestras páginas detalles de una operación sórdida, otra de las tantas que engrosan el expediente de guerra sucia a que nos somete el enemigo de siempre: «personeros de la contrarrevolución en Cuba —publicó este diario a partir de las noticias ofrecidas en la Mesa Redonda— reciben dinero del terrorista Santiago Álvarez Fernández-Magriñá para acciones subversivas que atentan contra el orden, la seguridad y la estabilidad del país».
Se trata de una «conspiración que involucra a “fundaciones” de nueva data, con base en Miami, y tiene por intermediarios a funcionarios de la Oficina de Intereses de Estados Unidos en La Habana incluyendo a su titular, Michael Pamrly».
Fernández-Magriñá, cómplice principal de Luis Posada Carriles, se fue para el Norte en 1959, donde fue reclutado por la Agencia Central de Inteligencia, por cuenta de la cual recibió entrenamiento en campamentos de esa organización ubicados en diferentes lugares del hemisferio. A esos argumentos se unen otros muchos que entretejen la historia de un personaje siniestro. Pero datos de árbol genealógico que tampoco han sido soslayados en la denuncia han inspirado estas líneas:
El benefactor financiero de los supuestos «disidentes» cubanos es hijo de un esbirro de la tiranía de Fulgencio Batista. Y su tío abuelo José dirigió la operación que, por órdenes del tirano Gerardo Machado, arrancó la vida a Julio Antonio Mella.
He vuelto sobre los detalles de aquella fría noche de enero de 1929, cuando el excepcional muchacho fue balaceado por la espalda. Revisé nuevamente la magnífica investigación que sobre el asunto aportaron los escritores y estudiosos de Mella, Adys Cupull y Froilán González. Y detenida en ciertos entresijos humanos, recordé que así como se hereda la buena fibra, o se producen mutaciones por las cuales alguien no se parece ni por asomo a sus padres, también puede transmitirse, como un lunar inevitable urgido de una salvadora mutación, la materia del alma oscura.
Se ha escrito que a pocas horas de su muerte, Julio Antonio presentaba dos heridas. Una, fatal, le había atravesado el vientre. Dicen que le rompió el hígado. Cierto informe de rutina policial aseveró que vestía traje negro, corbata roja, suéter café y camisa blanca con tirantes, y que en el momento de la desgracia se cubría con un grueso abrigo gris. No llevaba un centavo. En sus bolsillos solo encontraron una libretita recién estrenada con el nombre y teléfono de Magriñat, un lápiz y un ejemplar ensangrentado del periódico comunista mexicano El machete, del cual era intenso colaborador.
Si ninguno de los asesinos del descomunal luchador le dio la cara, si quien apretó el gatillo lo hizo a quemarropa pero en medio de la noche y sin que Mella pudiera defenderse, Magriñat fue aun más engañoso y perverso: los ejecutores del asesinato no conocían a la víctima, y fue él quien les mostró al joven, para lo cual lo llamó por teléfono y lo citó para el café La India situado en la calle República del Salvador esquina con la de Bolívar, en el Distrito Federal mexicano. Una vez sentados a una de las mesas, mientras el bandido simulaba ser un hombre de bien y contaba a Mella que dos sujetos enviados por Machado habían llegado desde La Habana para asesinarlo, los criminales detallaban los rasgos físicos del muchacho que debía morir.
Hurgando más atrás en la historia, podemos imaginarnos al coronel Trujillo, jefe de la Policía Secreta de La Habana, organizando el asesinato, reuniéndose con matones a sueldo, de los más famosos en Cuba, como José Magriñat, para urdir bien la trama. En el habanero café Vista Alegre, ubicado en las calles Malecón y Belascoaín, el militar de alto rango entrega el dinero a los sicarios, y en contubernio con Magriñat, suma otras manos sangrientas, entre ellas, las de José Agustín López Valiñas, quien disparará a Mella con un revólver calibre 45.
El dinero que reciben los actuales mercenarios cubanos tiene manchas muy antiguas de sangre, y entraña un historial de gente que siempre traicionó los mejores sueños de un pueblo. ¿Acaso Julio no encarnaba en su momento lo más transgresor, trascendente y profundo de nosotros mismos? ¿Acaso no había develado como nadie, en su momento de vivir y actuar, el espíritu de José Martí?
El sobrino nieto de aquel asesino escurridizo entró ilegalmente al asesino Posada Carriles a Estados Unidos en marzo de 2005 a bordo del yate Santrina; participó en la acción terrorista contra nuestra Isla, en Boca de Samá, el 12 de octubre de 1971, que causó la muerte a dos personas e hizo infeliz, para siempre, a una niña que allí perdió un pie. Ayudó a Posada Carriles con la logística del plan para hacer volar una sala de la Universidad de Panamá en el año 2000 durante un acto en que pudiesen haber muerto cientos de seres humanos.
El Magriñá de hoy (que por cierto no se escribe igual al apellido del tío abuelo, quizá buscando olvidar historias pasadas) financió y dirigió a un grupo de terroristas que penetró en Cuba en abril del año 2001, con el fin de hacer estallar bombas contra la población civil. Su voz es la misma que hemos escuchado en una grabación donde dice a unos de los terroristas enviados por él a la Isla, que con dos «laticas» lanzadas dentro del cabaret Tropicana podía acabarse allí con todo... Es el mismo que está preso en Estados Unidos por habérsele encontrado un arsenal de armas (armas automáticas, granadas, silenciadores, máscaras antigases) y que por ello ha sido sentenciado a solo 16 meses de cárcel.
Una verdad se desnuda y reaparece en estos días de amplia información: acecha el mismo enemigo de nuestros precursores, de quienes, como nosotros, anhelaron y actuaron pero en otros tiempos. Molesta el pecado de una Revolución que se hace, que se sueña y que se heredó de muchas almas limpias, como la de Julio Antonio.