Es la gran paradoja. En un mundo donde los anuncios graves provocan terremotos políticos y hacen tambalear gobiernos, donde los Premios Nobel de la Paz encogen los hombros ante tanta conmoción, donde los analistas sufren para que la tranquilidad no se escape, causa asombro que un pequeño país conozca la gran noticia y la vida continúe su curso.
Cuando Fidel enfermó, en ciertos rincones de Washington pronosticaron manifestaciones en las calles de Cuba. Ahora, con tantos diluvios anunciados y con la noticia saturando las páginas del Google, causa risa ver que los chubascos ni siquiera se han formado. En la calle Independencia, la más grande y concurrida de Ciego de Ávila, como en las del resto de Cuba, algunos caminaban presurosos hacia el trabajo. Otros se recostaban en la esquina; uno veía pasar a un amigo de la infancia en ropas de mecánico. En la entrada de las tiendas aparecía la pequeña cola para el guardabolsos, mientras unas muchachitas en uniformes hacían malabares para no mancharse las blusas con el queso de unas pizzas humeantes.
Era una escena de todos los días, pero también era la gran lección de una jornada. Porque detrás de esa tranquilidad los cubanos consultaban sus afectos. En los bancos del Parque Martí, en Ciego de Ávila, un grupo de personas, mientras esperaban por la guagua, intentaban adelantarse al 24 de febrero, cuando se conforme la Asamblea Nacional. Al final, recordando los ejemplos que ha dado, aseguró: «De todos modos, Fidel ha dejado la vara muy alta».
Una niña le tocó el brazo a su mamá y preguntó: «¿Y Fidel ahora dónde estará?» Era la pregunta del día. Sin saberlo, 30 minutos antes, a Víctor Castillo Cosme le habían hecho la misma interrogante. Víctor es un hombre de pelo blanco, fornido y de estatura mediana. En Angola combatió como internacionalista. El día que le entregaron la Medalla por el 50 aniversario del Desembarco del Granma, se echó sus insignias en el bolsillo del pantalón y así se apareció en el acto. Las hacía tintinear y susurraba: «Aquí no hace falta enseñar tanto». Pero ayer, cuando le preguntaron: «¿Y Fidel dónde estará ahora, Víctor», pegó su mano a la pared. Apretó el puño y murmuró: «No jodas, compadre». A veces uno piensa que los ojos de los hombres nunca lloran, pero los de este hombre estaban rojos. Por fin tomó aire. Miró el techo y luego respondió: «¿Que dónde va a estar Fidel? Pues donde siempre ha estado». Encogió los hombros y dijo: «Aquí..., con nosotros».