Bomberos tratan de extinguir el fuego en un edificio destruido por la aviación israelí en un campamento de refugiados de Rafah. Foto: AP.
«Que llueva fuego» sobre Gaza quiere el viceprimer ministro israelí Haim Ramon, mientras el titular de Interior, Meir Shitrit, idea «avisar» a los habitantes de ciertos barrios para que los abandonen y luego «borrarlos del mapa».¿Cuál sería la causa de esas eventuales escenas, que recordarían el aguacero de azufre caído sobre Sodoma y Gomorra? Pues los cohetes Qasam, de fabricación casera, que insurgentes palestinos disparan desde la Franja de Gaza hacia el sur de Israel. El sábado, uno de estos artefactos impactó en la ciudad de Sderot e hirió gravemente a un niño y un adolescente. ¿Qué hacer? «¡Fuego y recontrafuego!», piden los halcones, y el ministro de Defensa, Ehud Barack, ya afila la espada.
Vayamos por partes. Primeramente, por supuesto que es muy lamentable que un artefacto explosivo ocasione daños físicos y psicológicos a dos menores israelíes, o a civiles de cualquier edad, muchos de ellos quizá opuestos a la ocupación militar de los territorios palestinos por parte de Tel Aviv. Tan lamentable como que, según datos citados por el diario español El País, la maquinaria militar sionista haya quitado la vida a 200 palestinos en tres meses. El viernes, para triste muestra, un misil hizo blanco en una escuela de la localidad de Beit Hanoun, y dio muerte a un profesor. Cuatro muchachos recibieron heridas.
El Movimiento de Resistencia Islámica (HAMAS), que rige la Franja en solitario desde junio de 2007, ha tomado distancia del lanzamiento de esos proyectiles contra Israel, algo que se adjudica generalmente el grupo Yihad Islámica (si bien el primero no los ha detenido). El jueves 7 de febrero, en represalia, Israel comenzó a reducir un tercio del suministro energético hacia esa región, lo que afecta fundamentalmente a los hospitales, sin contar el bloqueo ya aplicado a la entrada de suministros diversos, necesarios para la supervivencia. Todo un castigo colectivo, prohibido por el IV Convenio de Ginebra sobre la protección a las personas civiles en tiempo de guerra, que en su artículo 33 refiere: «No se castigará a ninguna persona protegida por infracciones que no haya cometido. Están prohibidos los castigos colectivos, así como toda medida de intimidación o de terrorismo».
Ahora bien, si los Qasam son, por sí mismos, incapaces de provocar estragos físicos de enormes proporciones en Israel, sí pueden, en cambio, conmover a su clase política. Así, manifestantes residentes en Sderot se enfrentan a la policía y piden protección al gobierno, mientras la ultraderecha, encabezada por el líder del partido Likud, Benjamín Netanyahu, exige la renuncia del gabinete del premier Ehud Olmert, y el titular de Defensa, Barack, para no quedarse atrás y hacer ver que algo hace, ordena al ejército que se prepare para una operación «a gran escala».
Manía de guerra sobre manía de guerra. No hace aún 15 días que la Comisión Winograd, encargada de investigar el papel del gobierno durante la agresión contra el Líbano en 2006, aseguró haber encontrado «graves fracasos en la toma de decisiones, en el terreno político y militar».
Según el sitio web Aurora Digital, que reproduce fragmentos del informe, no se evidenció jamás, por parte de Olmert y sus ministros, «una firme y única decisión (...), Israel no empleó en forma inteligente y efectiva su fuerza militar» y fue erróneo «pensar que los ataques aéreos por sí solos podían decidir el destino de la guerra».
Entonces, ¿se embarcará Tel Aviv en una operación terrestre en la Franja para acallar los Qasam? Los palestinos, a diferencia del Hizbolá libanés, no poseen lanzacohetes múltiples de gran alcance, pero ¿estarán dispuestos los israelíes para otra aventura en el terreno, bajo el mando de un liderazgo ácidamente criticado por su improvisación?
De la ocupación militar de Cisjordania y Jerusalén oriental —raíz del enfrentamiento— ni una palabra...