Deseo que no haya nunca incompatibilidad entre el socialismo y la conga. Luis Cardoza y Aragón
El debate suscitado por el artículo Dinero (Juventud Rebelde, 9 de enero) habla en realidad sobre algo más profundo. Agradezco enormemente todos los juicios llegados, pero creo que andaríamos por las ramas si continuáramos discutiendo el tema puntual del espectáculo en el teatro América, y no nos concentráramos en lo verdaderamente significativo, que se halla por debajo o por encima de Dinero: toda una filosofía sobre la vida.
A mucha gente le ha interesado el texto no porque coincida necesariamente con su punto de vista, sino porque Dinero participa de una actitud creo yo que vital por estos días: la discusión serena pero cardinal sobre problemáticas que están en el centro de nuestra vida social y cultural. El número de opiniones llegadas al periódico, y las que recibo en la calle todavía, hablan de la necesidad que tiene la gente de pensar en conjunto cuestiones medulares, durante algún tiempo —demasiado tiempo— aplazadas por nuestros medios.
Eso no lo niegan ni siquiera quienes temen a la palabra «cambio» en nombre del proyecto de soberanía, cuando no puede ser más obvio que los cambios responden a la necesidad de preservar la soberanía, y no al revés. Sin desistir de valores esenciales, no pocas voces se proyectan en el sentido de remover todo cuanto haya que remover, para que la inercia y la inmovilidad social no sigan deteriorando nuestros días, y para que la Revolución no sea un concepto a contrapelo de la vida, sino en función de ella.
Hay que saber leer esos cambios para bien: un par de semanas atrás, en el programa Diálogo abierto, apareció Mariela Castro, directora del Centro Nacional de Educación Sexual, quien, con toda su inteligencia, lanzó precisiones envidiables sobre el mundo de la sexualidad, el erotismo, lo obsceno, la pornografía, etcétera, sin moralina; por el contrario, bajo la premisa de que «Sin erotismo, no hay vida». Ese es un leve ejemplo de cómo la cultura genuina, el conocimiento responsable, puede ayudar a abrir caminos de entendimiento y a rebasar atavismos que han anquilosado zonas importantes de la sociedad cubana.
Pero decía que nadie se resiste a la discusión plena, honesta, de aquellos índices relacionados no con la superficie sino con el fondo de las cosas. Quienes vieron Dinero como un emprendimiento contra el reguetón, por ejemplo, no han entendido nada. Todo lo contrario. El artículo pretendía decir que urge rescatar y defender un grupo de valores, sin tener que renunciar a necesidades legítimas y profundas en el ser humano, como pueden ser la diversión, el esparcimiento, la distracción, para lo cual se precisa de espacios que, justo por ser vitales, no deben regalarse a la improvisación y el exceso perenne.
Es claro que esa avidez por el dinero responde a procesos intrincados en el giro social de la Cuba de los años 90. Hace unas semanas, El telón de azúcar, documental premiado en el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano, insistía en evocar los años 80 como un edén perdido; un paraíso donde lo material carecía de trascendencia y el dinero resultaba absolutamente irrelevante. Por supuesto, la realidad fue mucho más compleja que eso, y el violento horizonte de los 80 no puede reducirse a un campamento de Tarará que parecía, en efecto, el cielo. Pero en algo tiene razón el documental: si en los 80 no eran imprescindibles cinco pesos cubanos para sobrevivir, hoy son indispensables cinco CUC para subsistir. Eso está claro; en tal sentido, el documental no miente en uno solo de sus minutos. El problema que se adiciona, mucho más difícil, viene de la interrogante: ¿Cómo conseguir, en un panorama económico tan desleal, la preservación —o al menos, la estimulación— de un grupo de valores determinantes en el ser humano?
El otro día un buen amigo, un tipo de muy buena fe, me recordaba que la Revolución no se hizo, en primer término, por la educación, la salud y el deporte, sino en virtud de una aspiración mayor: Un nuevo tipo de ser humano, más digno, que apreciara valores por encima de la vida material, aunque sin negarla en absoluto. La Revolución se hizo para volver seres humanos a miles de cubanos que vivían al dorso de la menor realización. De forma que hoy, más que ostentar las conquistas de la salud o la educación —donde, como sabemos, hay más de un rubro resentido—, tendríamos que apelar a ese sustrato, a ese río profundo, más allá de los accidentes del camino: el mundo de los valores.
Y justo ahí es donde un joven encaramado sobre un escenario (no importa su nombre; no interesa el dato, sino el gesto), clamando por el dinero a garganta rajada, se convierte en un síntoma para atender.
Pueril y tonto sería menospreciar la jerarquía de la vida material. Cada vez que he podido, he recordado, en los últimos años, una frase que me dijo Victoria Abril en el Hotel Nacional, y que me pareció una genialidad capaz de explicar muchas cosas: «Calidad de vida es calidad de emociones». No luchamos por una sociedad mejor en nombre del sacrificio y la carencia: el sacrificio es un medio, no un fin. De lo contrario, seríamos unos masoquistas perdidos. Por ejemplo, cuando a un trabajador ejemplar se le obsequia una semana en la playa, para el disfrute de la sensualidad de la vida, se reconoce, de hecho, que la sensualidad y el disfrute son un premio, un premio gordo.
La complejidad sobreviene cuando tratamos de entender que la vida es mucho más que una semana en la playa. En el espectáculo de marras, los muchachos no solo inquirían al público sobre el dinero; también lanzaban la pregunta: «¿Quiénes son más mala hoja: las mujeres o los hombres?». Hablando en buen cubano, nadie niega la ventaja de una buena cama, pero caramba, cuando termina la cama, espera la vida, y para enfrentar la vida más allá de la cama, no basta con ser buena o mala hoja. La vida no se reduce a ese tipo de puntualidad, y llama la atención que zonas secundarias de la vida (determinantes para cualquier ser humano, pero que cada ser humano resuelve a su manera) ocupen el centro de las preocupaciones de algunos jóvenes.
Durante mucho tiempo nos equivocamos al solo resaltar el deber. El placer era excluido, a merced de un pensamiento binario, opositor, excluyente: esto o aquello. Entretanto, la vida nos enseñó que pueden estar, y presuponerse, esto y aquello. Una vida sin placer es un monasterio imposible, una escuela al campo sin altavoces y sin el amor en los naranjales, un claustro condenado. Todo no puede ser rigor y trabajo, porque el rigor y el trabajo también se acometen en virtud de un placer y de un gozo posteriores (o simultáneos). Aprendimos eso: la vida nos hizo aprenderlo.
Y ahora, posiblemente, estamos en el otro extremo: Gozadera. Mucha gozadera. Ok. Por mi parte, candela al jarro hasta que suelte el fondo, pero cuando termina el baile, cuando termina la cama, cuando termina el espectáculo, y se precisa asumir y enfrentar la dura realidad de todos los días, los gritos, la lanzadera de zapatos y el efectismo dejan sin resortes al joven, sin asideros, sin herramientas. Por supuesto que deber y placer han de presuponerse en la vida social y en la mente de los seres humanos: la cosa estaría en preguntarnos cómo vamos a estimular un grupo de valores capitales, sin tener que renunciar un segundo a la sensualidad y la gracia, al carisma y los movimientos de cadera que hacen también la vida.
Lo más fácil es excluir; lo más tentador: enfrentar la complejidad de un ser humano que forme lo suyo con el reguetón de turno, y no olvide por ello que mañana es otro día para salir a luchar.