Notamos desde hace tiempo que en establecimientos y algunos edificios públicos practican una tendencia ya casi generalizada: cerrar puertas. Tiendas, cines, hospitales complican en creciente distorsión el paso fluido de las personas, llámense clientes, consumidores, usuarios, pacientes... Evidentemente, la causa de tantas limitaciones en las entradas y salidas es la protección. ¿Quién tiene algo en contra de que protejamos los bienes del Estado, de las empresas, las cadenas de tiendas? Nadie, desde luego. Pero al menos me parece que la forma, a veces tan esencial, yerra.
No es la primera vez que hablo del problema. Incluso, me parece que repetiré algunas ideas. Porque en vez de buscar fórmulas más humanas, más socialistas para cuidar y preservar, se siguen imponiendo medidas que solo facilitan el trabajo a cuantos tienen el trabajo de proteger. No creo que exagere al decirlo: los únicos beneficiarios son los que reciben su salario y otros estímulos por velar y proteger. Salir y entrar por el mismo sitio. Claro, no hay riesgos para quien supervisa. Pero los demás, la gente del procomún, como se decía antes, sufren las consecuencias. ¿Y si se produjera un incendio? ¿Saben los aficionados a atrancar puertas y ventanas a lo que se exponen si en un incendio los concurrentes de un local cerrado no hallan las puertas previstas para el escape?
No quisiera seguir por esta vía. Me desvío, pues. Y quiero recalar en un asunto que se relaciona ética y políticamente con el que vengo desarrollando: puertas y ventanas se cierran, porque primeramente han sido cerradas en la mente. Mente que en algunos tipos de persona desmiente su raíz griega de pensar: no piensan, o piensan hacia dentro, nunca hacia fuera.
Hay muchas maneras de cerrar las puertas. Por ejemplo, en algunas grandes tiendas en divisa, el consumidor que va eligiendo y echando en la canasta o en el carrito, tiene que pagar su mercancía en distintos lugares. El vino, en la licorería, que está ahí mismo, en el salón; las carnes, en la carnicería, que está ahí mismo, en el salón, y alguna otra cosa en cualquier otro sitio, menos en las cajas centrales, a la salida, donde, en cualquier lugar de este planeta, si no recuerdo mal, la gente paga todo lo que adquiere. Así, nadie presumiblemente se llevará nada sin pagar. Pero el cuidado es a costa de la calidad del servicio. El cliente, al invertir más tiempo, sufre esta especie de «bodeguización» de los supermercados.
¿Queremos hablar de calidad? Pues empecemos aceptando que ninguna empresa de servicio puede adecuar sus medidas de protección y control a su comodidad. Porque se invierten los intereses. Lo que debe abrir los brazos, los empuja hacia adentro, como una guataca. Y lo apropiado, en una relación racional, es que el cliente no se sienta minimizado. Eso de que el cliente tiene siempre la razón, entre nosotros no es totalmente cierto. La razón está, como norma, del lado de los que venden. El que compra, sufre las consecuencias, porque parece que no cuenta.
Una vez dije que eso ocurre porque en nuestra sociedad predomina un mercado de vendedores. Las tiendas, en la mente de algunos, no están para servir al público, sino para recaudar dinero en un mercado cuyas ofertas y precios son similares. ¿Adónde ir? Así, desde luego, se esparce el disgusto y los avances en el comercio son más lentos. Esa tendencia a reducir puertas y ventanas mentales, en la práctica equivale a reducir también la importancia del cliente que, de objeto y actor del comercio, queda sujeto por una mentalidad que lo deprime. La revolución y el socialismo en limpia y correcta práctica tienen al ser humano, es decir, al paciente, usuario, consumidor, cliente, como lo más importante. Es bueno recordarlo para irse preparando a cambiar de actitud alguna próxima vez, cuando nuestras estructuras pongan las cosas al derecho.