Hace cuatro años tenía los ojos cerrados; ahora, milagrosamente, los ha abierto: el jefe del Partido Popular español, Mariano Rajoy, acaba de declarar que la invasión a Iraq pudo ser «equivocada», y que los datos que respaldaban la necesidad de la agresión «no eran serios».
Mariano Rajoy, jefe del PP. Bien, si el jefe de la derecha española intenta convencer a sus coterráneos de que ha sido un pobre ingenuo, pues tampoco habrá mayor dificultad para creerle lo que dijo en abril pasado: «Lo de las armas (en Iraq) lo dijo la ONU, la propia Internacional Socialista». De donde se colige que don Mariano tenía roto el televisor cuando Colin Powell fue a la ONU a presentar las «pruebas» que lo dejarían en el mayor ridículo de su vida.
Decididamente, dar pie con bola no es la especialidad de este señor, que no halla freno en su cuesta abajo. Hace poco más de una semana, en un debate parlamentario sobre el estado de la nación, fue incapaz de formular propuestas de interés social, y se concentró maniáticamente en desbarrar contra el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero por su presunta «claudicación» ante ETA. Nada de planes, nada de iniciativas. Y las encuestas le pasaron factura: solo el 16,5 por ciento de los consultados creyó que le había ido mejor que a su oponente.
Ahora, otro golpe: el jefe del PP en Cataluña, Josep Piqué, renunció a seguir encabezando «un partido en el que no faltan mezquindades y miserias». Los arranques de Rajoy and friends, detractores de la autonomía catalana y ciegos a la pluralidad nacional de España, son tales, que como acertó a explicar un analista «ya casi no se puede ser catalán y del PP».
Así y todo, el jerarca derechista se atrevió a sugerir recientemente elecciones anticipadas. Pero, ¿en serio? ¿Y con qué se sentaría la cucaracha, su señoría?