Aquel reality show era un circo romano en pleno Siglo XXI. El presentador, un ladino león de impecable traje, trataba de despedazar a preguntas a aquella negra fabelada que, con el rubor propio de una niña madurada a destiempo, se tapaba la boca para sonreír frente a las cámaras.
Ella no competía por el Toyota o el Honda del año. Tampoco por una casa fuera de los invisibles muros de su fabela. Su sueño, a los 15 años, era ganarse una prótesis dental.
Para ello pasó meses enteros, contó en el foro televisivo, memorizando fechas y datos de su país, sus presidentes y sus mejores tradiciones, con la ayuda de doña Marcela. Ante la insistencia insana del animador, desde allí y con su desdentada boca, le tiró un beso a esa señora, la maestra del barrio que la vio crecer descalza.
Sin embargo, cuando comenzó el interrogatorio, su cara era la de un molusco atormentado por la contaminación de los mares del set. Las preguntas nada tenían que ver con lo aprendido. «¿Cuán caro resulta el metro cuadrado en un apartamento de Copacabana? ¿Qué tipo de lencería usa Adriana Lima, una de las tops más famosas de Brasil? ¿Cuántos kilómetros de cabilla fueron empleados en la construcción del Maracaná, el estadio de fútbol más famoso? ¿En qué año entró la Coca Cola?» El colmo: «¿Cuál es la marca de producción nacional de dentífrico más popular y cuál prefieres?».
Ella, apremiada además por aquel enorme reloj que a sus espaldas le apuraba el corazón casi al infarto, a cada respuesta colgaba un suspiro de alivio cuando lograba responder más por pura intuición adivinatoria que por conocimiento. Respuestas salidas de la obscena oscuridad de las tantas noches en que soñó poder sonreír sin vergüenza. Era como subir una empinada cuesta llena de espinos; casi un Gólgota.
Él, abanicaba el fatuo tono de la emoción con frases «alentadoras», convertido en odontólogo mediático, como si allí mismo le construyera a la muchacha la quimérica dentadura: «¡Fabuloso María, acabas de ganarte un incisivo superior!... ¡Síii, en tu boca brilla ya el primer canino, no te detengas!... ¡Correcto, ahora tienes el primer molar izquierdo!...», mientras, desde la oscuridad del graderío, y entre el mecánico aplauso promovido por el coordinador de estudio, la mismísima miseria hacía una oración en silencio por el alma de aquel depredador acorbatado.
La «ingenua» pregunta de la muchacha fue su propia muerte. «¿Y no tengo que decir nada sobre la cultura?».
Como dragón que saborea la inminencia de la presa, dijo: «¡Cómo que no!... ¿Quién compuso la canción Imagine?» Y hasta le tarareó un pedazo. La muchacha fue una mezcla de palidez y sepulcro. Se movió inquieta en la silla mientras el presentador ladeaba la cabeza como un pitbull vestido de Versace. Instó: «¿No conoces a los Beatles?». Ella abrió los ojos de cervatillo acorralado. El reloj sonó y un efecto de sonido imitó el derrumbe de los sueños de la frustrada niña. Casi de manera imperceptible la derrota se confesó: «De verdad que no... yo soy analfabeta».
Testigo de aquella historia, ahora la he revivido en otra dimensión personal. Ando por un país caribeño. Me invita a su boda un cubano que vive aquí y, entre Charanga Habanera y Van Van, y una botella de provocadora Mulata traída de Cuba, se pica el cake. Canta El ronco maravilloso Novia mía, el estrenado marido apaga la luz para bailar su pedazo de la tierra ausente en un ladrillito y comienzan a repartir el dulce.
Goloso como soy no espero. Le doy el primer mordisco y siento un golpe sordo en mi boca. Una de mis muelas suena su sirena de alarma con la urgencia de una ambulancia. Todo se me hace aún más negro y ya no escucho a José Antonio Méndez. Disimuladamente me saco algo de la boca en la penumbra que, intuyo, sea una de esas perlas de caramelo que adornan el dulce, aunque bien pudo ser una esquirla de ancla de barco o un fragmento de aerolito caído por descuido sobre el merengue.
No queda alternativa. Debo ir a consulta o pierdo mi estrenada prótesis dental que allá me costó diez pesos cubanos. Diagnóstico: molar fracturado. Se requiere un nuevo empaste. La máquina comienza a mover la amalgama y yo mis preocupaciones pecuniarias. La factura o «fractura» final me oprime el pecho. Casi 50 dólares me suenan al oído, de modo repetitivo, como aquella misma pregunta de «¿No conoces a los Beatles?».
Pago y suspiro desolado como la muchacha de la historia. En la calle el terral de la isla me golpea el rostro. Ya no me duele la muela. Ahora me duele el bolsillo y no puedo dejar de pensar, con entrañable cariño, en Emilia, la estomatóloga de mi consultorio que a veces sin gasa para trabajar o antisépticos para los enjuagues, ante mi pregunta de cuánto le debo, pone cara de pícara y despliega la vela de su impecable y ejemplar sonrisa, mientras su respuesta navega mis mares tranquilos: «¡Solamente las gracias!».