La lluvia cesó como un potro cansado. Las muchachas asomaron a las puertas como las flores abren luego de la lluvia. Mijagua, un pueblito campesino, era un oloroso pañuelo tendido en las márgenes de su río.
El sábado despejó su modorra. La noche comenzó a subir, entonces, como papalote lleno de estrellitas. La calle principal del pueblo fue como su río; confluencia de «pélvicos» y guayaberas, de bicicletas y caballos.
No había otro destino. La pista de los bailables era una suma de charquitos. Sobre la plataforma, los bafles comenzaron su striptease luego de haber escampado «¡Pichea, mami, pichea!», comenzaron a graznar y aquello no era, precisamente, un juego de béisbol. Iba a actuar allí el mejor grupo aficionado del pueblo, una especie de Beatles con polainas.
Bajo la mortecina luz de la bombilla de la plaza, sonó el primer break del baterista. Los maltrechos parches del drum mayor gimieron y un grito, en medio del gentío, sentenció: «¡Apretasteee, guajiro!»
Entró entonces el guitarra prima y como habían visto en tantos videos de rock hizo un glissando sobre el brazo de la guitarra, cual si el mismísimo Jimi Hendrix hubiese resucitado. Luego entró el tecladista, la percusión menor y, finalmente, el cantante.
El joven colocó ambas manos a los lados del micrófono y pareció entrar en éxtasis. Rajó la voz a lo Bruce Springsteen, puso los ojos en blanco, y con temblorosa entonación comenzó a gritar lo que el público asumió como uno de esos tantos corritos que pululan por ahí y que son hiedra parásita para nuestra historia musical: ¡Quita cata’o que estoy pega‘o!
La multitud, eufórica, como en el viejo contrapunteo entre el solista y el coro griego, respondió repitiendo la frase acompañada de lo que pudiera llamarse un ataque epiléptico masivo: ¡Quita cata’o que estoy pega‘o!
Los músicos extrañados, decidieron seguir la inspiración del líder.
Aquello no estaba en el programa ni en el repertorio. Pero creyendo ciegamente en la capacidad de improvisación del cantante para saber lo que le gusta al público, dejaron el pop a un lado y comenzaron a hacer una especie de sesión de mambo, a la usanza de La Charanga Habanera.
De haberse encontrado allí en aquel preciso instante una delegación nipona hubiera intuido, por el sentido rítmico de la frase y la cercanía al sonido del idioma japonés, que se trataba de una de las famosas citas actuales que se hacen dentro de la música contemporánea, quizá dedicada a homenajear a la popular Orquesta de la Luz.
Pero todo aquello era puro espejismo. La «mojazón» hizo que la línea eléctrica que iba al micrófono, pelada en uno de sus puntos, permitiera aquel «contacto electrizante», autor por demás de la famosa frase que todavía se repite con gusto: ¡Quita cata’o que estoy pega‘o!
Pegado al micrófono desde que pisó el escenario, el cantante miraba con súplica al operador de audio quien, largos minutos después, descubrió la tragedia y, en un espectacular salto a lo Sotomayor, quitó «la cuchilla» eléctrica dejando a oscuras la plaza.
Mientras, en medio de la oscuridad más absoluta, la victima caía desfallecida como un pollo que se asfixia, en su retumbante y efervescente éxito; en el acto mismo que le cambió el nombre desde entonces y le ha hecho famoso hasta nuestros días; para dejar inscripto en la historia musical de esa localidad un estribillo que pudo ser y para suerte, no fue, su mejor epitafio: ¡Quita cata’o que estoy pega‘o!