Los cubanos hemos tenido, por siglos, el orgullo de ser catalogados como muy hospitalarios, bien por hombres y mujeres del patio como por gente de diversas partes del mundo, que llegaron hasta aquí para disfrutar nuestro sol o acompasar su espíritu al de las guitarras y los trovadores.
Muchos elogios se recogen, además, en el testimonio de grandes personalidades que en su andar pernoctaron en estas tierras de exuberante belleza.
En este terruño aún se comparte el pan que nos llevamos a la boca, el trago de ron, el café o la mesa de dominó. Y eso sin contar las tantas veces que hospedamos al visitante en nuestro lecho, y nos mudamos a la «cama fría» sin importarnos más que ser cordiales y atentos.
Con tales credenciales, resulta hiriente a la pupila de los que amamos ese ambiente la actitud degradante de quienes atropellan a sus semejantes, lo mismo en una parada de ómnibus que en la bodega, en una cafetería, en una oficina bancaria y en tantos otros sitios.
Como una epidemia, esta actitud de ¡Sálvese quien pueda! se adueña del panorama cotidiano en los más impensados lugares, causando estragos, especialmente a las mujeres.
Me duelo en mis adentros solo de pensar que esas bellas estampas que han retratado nuestra vida y han hecho trascender la solidaridad como parte de la idiosincrasia y la raigambre cubanas, se sumerjan para siempre en un marasmo de desidia e incultura, practicadas en el ardor de la urgencia cotidiana.
Tal vez usted considere sin asidero mis preocupaciones, o simplemente me tilde de alarmista porque hablo en términos apocalípticos; pero si quiere compartirlas, le invito, a modo de ejemplo, a abordar una de las casi 50 camionetas que hoy circulan por las calles de mi ciudad, Santiago de Cuba, para que vivencie tamaña injuria a la delicadeza y la caballerosidad.
A veces me pregunto si el agotamiento de largas caminatas bajo el sol desbordante, las tantas horas en las paradas o las colas durante los difíciles años 90 —y todavía—, contaminaron el buen ánimo de los que se sintieron mejores personas al ceder el asiento a una dama.
¿O acaso la llegada del período especial, y con él las limitaciones, tocaron con una especie de magia negra la simiente de donde brotan los valores elementales de la convivencia?
He sido testigo y víctima de estas posturas, especialmente en las paradas de ómnibus de cualquiera de nuestras provincias. Los hombres hacen uso de la fuerza que natura les dio y violentan a las personas —no importa que sean adultos mayores, niñas o niños— en aras de apropiarse de asientos o mejores sitios.
Pero la impotencia y la indignación llegan a su mayor expresión cuando se constata que casi todos los asientos son ocupados por hombres, en su mayoría jóvenes. Llenos de vitalidad observan de brazos cruzados cómo aquellos que pudieran ser sus abuelos sacan fuerzas de sus cansados cuerpos para sostenerse en pie.
Algunos aludidos, incluso, desvían la mirada para no ver de frente a la mujer embarazada o con un niño en brazos, que hace cuanto puede para no malograr la cría.
Me niego a creer que existen tantas fisuras en los valores de una parte de nuestra población. Me niego a creer que los pilares de la educación familiar e institucional flaquean ante el empuje de lo urgente o lo individualmente ventajoso.
Quiero asirme a la idea de que se trata de una situación coyuntural: que los hombres y mujeres jóvenes involucrados en estas acciones reprobables tendrán la oportunidad de reflexionar y rescatar la esencia que distingue a la mayoría de la gente de esta Isla.
De no ser así, re-civilizar es nuestra más inmediata tarea. ¡Ojalá que los buenos ejemplos perduren en el tiempo y no se conviertan en fósiles del pasado!