Llegó el sábado, a las 12 y 5 del mediodía. Fue la primera en nacer esa tarde, en el Hospital González Coro de esta Habana densa, comprimida entre el mar y el calor de septiembre, y cuando la vi por primera vez, poco después del alumbramiento, no lloraba con la estridencia y los repentinos cloqueos y ahogos de un recién nacido. Dormía mansamente en los brazos de su madre, que la miraba con ojos asombrados y nuevos, ella también recién nacida.
Acabo de regresar de la sala donde ha vivido Elena las primeras horas en este mundo. Pasé la noche a su lado, acompañando a su mamá que se repone espléndidamente del parto, pero que necesita todavía de lógicas asistencias de enfermeras, familiares y amigos. La pequeña, hija de dos periodistas de este diario —Alina Perera y Luis López Viera—, no tolera bien la almohadilla del cunero, distante del ambiente de acuario y la suavidad del útero materno, y solo logra dormir acurrucada sobre otra piel tibia que le recuerde el lugar de donde acaba de ser arrancada tras esa «ijada descomunal» que bien conocemos las madres y de la cual nos habla un inolvidable poeta.
Por supuesto, con Elena repasé el nacimiento de mi propia hija, el terror de que no pudiera respirar con su nariz tan pequeñita y el descubrimiento de que era mucho más linda de lo que yo la había soñado durante los nueve meses previos. «Solo la luz es comparable a mi felicidad», me repetía mentalmente, evocando a Martí. Sin embargo, la sensación ahora estaba menos mediatizada por las emociones de primeriza, que entonces iban de la alegría a la angustia sin escalas intermedias. Mientras veía y sentía dormir a la hijita de Alina en mis brazos, con leves estremecimientos y sacudidas, con llantitos entrecortados como una llovizna que golpeara el cristal de la ventana, he pensado en ese embuste tan extendido de que el único territorio feliz del ser humano es la niñez, particularmente esa etapa nebulosa de los meses iniciales.
La pérdida abrupta de nuestra primera casa es quizá lo más dramático que nos suceda en este complejo, contradictorio e inexplicable viaje hacia la muerte que es la vida de cualquiera. Con el tijeretazo que corta el cordón umbilical, comienza el duro aprendizaje y la búsqueda melancólica de ese universo cálido que dejamos atrás y que inconscientemente sostiene nuestros pasos y nuestras esperanzas. Todas las infancias comienzan con una desgarradura y también, con la certeza de que la felicidad es posible en este mundo, y no en otro. Si no fuera así, ¿por qué Elena esboza a cada rato un gesto que parece una sonrisa?
En cualquier caso, esta pequeña que reclama a todo pulmón sus alimentos y que prefiere el calor del cuerpo humano a la cama fría, nos dice que la vida vale la pena vivirla, que puede ser tan perfecta como ella, y que la plenitud está hecha de dolores, de recuerdos y de alegrías. Si ustedes me lo permiten, quiero compartir la felicidad de los padres de Elena, y les regalo y me regalo estos versos de Julio Cortázar, niño eterno, a quien he estado leyendo y escribiéndole en esta sección en las últimas semanas:
Mira, no pido mucho,solamente tu mano, tenerlacomo un sapito que duerme así contento.Necesito esa puerta que me dabaspara entrar a tu mundo, ese trocitode azúcar verde, de redondo alegre.¿No me prestas tu mano en esta nochede fin de año de lechuzas roncas?No puedes, por razones técnicas.Entonces la tramo en el aire, urdiendo cada dedo,el durazno sedoso de la palmay el dorso, ese país de azules árboles.Así la tomo y la sostengo,como si de ello dependieramuchísimo del mundo,la sucesión de las cuatro estaciones,el canto de los gallos, el amor de los hombres.