EL lunes comienzan las clases y la maestra no irá al aula.
El despertador no tendrá necesidad, como era habitual, de darse golpes en la cabeza para que ella salte de la cama, enganche la cafetera y se lave los dientes.
La ropa ya no estará lista sobre la silla del comedor evitando despertar al marido en su afán de ganarle luz a la madrugada, ni los registros de asistencia palpitarán, forrados impecablemente y guardados dentro de su cartera, ansiosos por sentir la punta dura del bolígrafo desflorando la blancura de su alma con el pase de lista o las calificaciones.
No habrá primer día de clases ni enjambre de cabecitas rubias, negras, lacias, crespas, sobre un mar de uniformes recién planchados. Tampoco los padres aparecerán a la puerta como esos escolares, doblemente nerviosos, que llenan a la maestra de recomendaciones, de teléfonos por si el niño vomita y se van con el corazón en un hilo, mientras detrás de ellos queda una lágrima que parece decir siempre: ¡No me dejes solito!
Será ahora como luchar contra la nostalgia de cuarenta y tantos dulces septiembres de frente a la pizarra, bajo el bagacillo blanco de la tiza y esa alergia perniciosa que regala la profesión; viajando en el tiempo, de la cartilla al componedor para que sus alumnos comiencen a transitar las Veinte mil leguas de viaje submarino, ese alucinante mundo donde se arman las primeras palabras para defender la vida: Patria, Escudo, Bandera.
¡Cuántas veces hubo de repetir, de memoria, las tablas del nueve, para esculpirlas en tanta inteligencia virgen! ¿Quién le tomará la mano a sus muchachos para el primer trazo tembloroso e inocente? ¿Quién pastoreará los «monstruos» que se subían a los pupitres, en las calurosas tardes de mayo, para comerse unos a los otros en la acostumbrada guerra de la plastilina?
Ya no habrá merienda compartida ni ¡Permiso, maestra, para ir al baño!, y las bolas o los trompos, sorprendidos in fraganti en la oscuridad de los bolsillos, no serán causa de juicios sumarísimos ante los padres.
El termómetro que llevó por años en el fondo de su bolso para cualquier contingencia de una frente incendiada por las travesuras de un catarro, tendrá que volver a la gaveta de la cómoda, como museo del desvelo. Y las tardecitas en que hasta ella temblaba cuando anunciaban las vacunas no volverán a llorar por temor a la insignificante aguja.
¿Flotará igual la Bandera de Byrne en los labios de la nueva maestra? ¿Temblará de emoción cuando del clarín escuchen el sonido los muchachos, transitando el laberinto de la emoción y la memoria?
Sabe que el Martí del aula la va a extrañar. No porque le vaya a faltar una flor, sino porque quizá nadie repita, como ella, que de ese yeso solo tiene el héroe la blancura de lo puro y no lo duro y lo inmóvil del material.
Qué dirá su cabeza cuando no tenga que disfrazar más la jaqueca bajo una sonrisa cómplice. Qué de su boca ante la ausencia de recalcar, en cada clase, que el núcleo del sintagma nominal es siempre un sustantivo y la distancia más corta entre dos puntos es la línea recta.
No habrá inspecciones como no sean las del marido probando los frijoles a ver si se ablandaron y los tacones altos serán dos barcos anclados en la zapatera del cuarto, con las tapitas gastadas por el trayecto diario hacia la escuela.
¿Y las tareas, y los concursos, y los remediales, y las fiestas de inicio de curso, y las travesuras, y las libretas garabateadas, y los uniformes pintarrajeados, y las Escuelas al campo, y las «sogas comidas», y los matutinos, y los claustros de profesores...?
Este lunes la maestra no irá al aula porque se ha jubilado. Y sentirá el mismo pálpito que otorga la primera sentada en el pupitre, el primer beso adolescente o el primer día frente al alumnado. Como ella, muchas otras se levantarán pensando que ya no tiene razón la vida y recordarán a cada alumno travieso que graduaron; el halón de orejas de cariño; el «¡Siéntate, niño, que voy a mandar a buscar a tus padres!»; la tarjeta, mágica artesanía de la inocencia, que les daba un segundo título: ¡Felicidades Mamá!
Con más achaques a cuestas, con la fabulosa aventura de descubrirse todavía vivas, mujeres de entrega total al magisterio amanecerán con la mirada húmeda, como esos observatorios del alma, ya rotos, que predicen los sismos de este primer lunes.
Pero como las maestras no se retiran nunca y son siemprevivas a la sombra del Apóstol, vena de la savia hasta después de muertas, este lunes se levantarán, de todos modos, temprano; si no tienen café prepararán una limonada y mirarán hacia el camino. Adivinarán que, de un momento a otro, sus alumnos de siempre, nosotros, vendremos a pedirles un repaso sobre la última lección que nos da la vida.