Pensé disponer de dos horas apacibles, dedicadas a la lectura. Estaba a bordo de un ómnibus de ASTRO, de esos flamantes Yutong chinos, de cómodos asientos y aire acondicionado, que hacen del viaje un verdadero placer. Regresaba de Pinar del Río a La Habana.
Pero ¿descanso? ¿Sosiego? Confieso mi ingenuidad.
No había arrancado aún el vehículo, cuando una música que no había pedido me hizo saltar en el asiento. Por la bocina que estaba justo sobre mí, empezó a salir la voz de una mujer que gritaba: «¡Hueeele a peligro! ¡Hueeele a peligro!». Y yo, buscando la manera de bajar el volumen en algún milagroso botón a mi alrededor. Pero nada. El sistema de sonido era como los mosqueteros de Dumas: «Uno para todos».
Preciso: no soy antimusical. Agradezco enormemente que en cualquier espacio público que se preste a ello, se escuchen melodías de fondo. Así, nada hay más agradable que compartir mesa en un restaurante mientras el pianista ameniza y recuerda que los aretes que le faltan a la Luna los tiene guardados para hacerle un collar a su amada… Me place adentrarme a menudo en el reino de Orfeo, tanto como detesto que otros invadan mis oídos con sus gustos sonoros. ¡Y qué gustos!
El tema de la música alta —insoportablemente alta— nos persigue, como aquel fantasmal caballero que daba carrera eternamente tras el espectro de su ingrata amada en el infierno de Dante, para despedazarla a golpes de espada. También los baches, los maltratos en los centros gastronómicos, los salideros de agua potable, los zapatos fallecidos durante el primer año de vida, corren tras de nosotros y, generalmente, nos alcanzan...
Por ello, no suelo hablar de las tiernas mariposas que expanden sus graciosas y coloridas alas a la luz del sol en la primavera, bajo un cielo surcado por el arcoiris. Hay tantas llagas en las que poner el dedo, que escasea la inspiración para escribir de margaritas y ruiseñores.
Una precisión: no le hallo gracia a andar día y noche con el ceño fruncido, y me río con mucha frecuencia. Solo que a veces, si no encuentras un traspié en una esquina, te aguarda en la otra. Y tengo derecho —lo sé— a un día sin tropiezos. A que no fumen a mi lado en un espacio cerrado, porque la ley lo prohíbe; o a no ver que un ómnibus público recientemente adquirido —como esos modernos de la línea M-5— muestre ya tal deterioro como si hubiera sido abordado por el mismísimo pirata Pata de Palo.
E igualmente tengo derecho, como puede verse, a la catarsis… O dejando a un lado el cultismo griego: ¡a la pataleta!
Me acomodo en mi Yutong nuevamente. Alguien —supongo— habrá de bajar el volumen de la que huele tanto peligro. «Por favor, compañero, ¿usted podría…?». «Por supuesto, enseguida…». Media hora de paz, y después, el contraataque, en la voz de Rocío Dúrcal: «¡Como tu mujeeeeer!».
Entrándome por los oídos la bulla, salió de mi alma la esperanza de disfrutar de algo de paz. Y como no me simpatizaba la idea de saltar por la ventana, hube de despacharme toda la gritería, con el único consuelo de que el vehículo acabaría su viaje en la capital, no en Guantánamo.
No obstante, me gustaría saber si en una próxima ocasión el chofer dispondrá de unas normas que le fijen el límite a la algarabía. No basta con disponer de un equipo moderno. Deben existir reglas para su uso público, y cumplirse.
Alguien ha de responsabilizarse, definitivamente. Y no solo con la bulla. También con los salideros, los baches, los centros gastronómicos, los zapatos, las guaguas y el cuadragésimo pipisigallo.