Policías germanos vigilan la residencia de uno de los sospechosos en la periferia de Colonia. Foto: Reuters Primero fue Madrid. Después, Londres. Ahora pudo ser la alemana Colonia.
Alemania sigue con expectación las pesquisas acerca de los frustrados atentados con bomba que se producirían en dos trenes de esa bella urbe a las orillas del Rhin. Afortunadamente, no ocurrió una matanza porque los artefactos explosivos tenían defectos de fabricación.
El pasado sábado, la policía germana arrestó a uno de los dos principales sospechosos de esta trama, ambos captados por cámaras de seguridad mientras cargaban pesadas maletas en la principal estación de la ciudad el 31 de julio.
¿Quién es el detenido? Yousef E.H., un estudiante libanés de 21 años, «muy amable y simpático», en opinión de un vecino. Residía en el país europeo desde 2004, y hacía poco había visitado su patria.
Un dato: allí, escasos días antes de los sucesos de Colonia, perdió a un hermano durante los bombardeos israelíes...
Una lógica simple conectaría los injustificables baños de sangre de Madrid (marzo de 2004) y Londres (julio de 2005) con la subordinación de sus gobiernos a la Casa Blanca y su política guerrerista en Medio Oriente. Pero no respondería a la interrogante: ¿Y por qué Alemania? ¿Por qué sería blanco del terrorismo un país que se opuso a la aventura iraquí de Bush?
Es cierto, no hay tropas alemanas en Iraq. Sin embargo, a raíz de las últimas masacres en el Líbano, vale la pena inquirir por qué el gobierno de la canciller Ángela Merkel rechazó, tanto como EE.UU. y Gran Bretaña, un cese el fuego inmediato, como sí lo solicitaban Francia y España.
Quizá —no lo sé— el hermano de Yussef murió mientras Berlín se oponía a que la masacre se detuviera de una vez. Un hombre lo dijo al populoso diario germano Bild: «No lo pudo asimilar. Puede ser que haya querido vengarse».
Así, la rabia por el familiar asesinado aparece como la causa fundamental. Sin embargo, ¿alguien que ha sido bien integrado en una nación ajena puede atentar fríamente contra ella, contra el sistema de cosas que le garantiza su estabilidad?
Tal vez ahí haya que buscar algunas otras razones. En la carencia de una verdadera integración social. Un artículo publicado en Deustche Welle en noviembre pasado, aborda el elevado índice de desempleo entre los inmigrantes. «Cuando hay poco trabajo, es más difícil. Se contrata primero a un alemán que a un extranjero», explica Susanne Laaroussi, experta en migraciones.
Por otra parte, en el sistema educativo las desventajas se palpan en que muchos hijos de extranjeros, a partir de los nueve años, son separados de los nacionales y matriculados en escuelas especiales, de menor categoría, si no dominan suficientemente el idioma alemán. De ese modo, el origen foráneo pasa silenciosamente a marcar ciudadanos de segundo nivel desde tan temprana edad, y eso conlleva una carga de ira, de frustración. Y menos oportunidades.
En esta situación, unos se dejan arrastrar por la ola. Otros pueden reaccionar con violencia.
Pero no son esas cuestiones las que más preocupan hoy a los políticos germanos. A veces pareciera que el terrorismo aterrizó procedente de otro planeta, y que no posee raíces en la marginación de individuos y países completos. Mejor podar ramas que doblar el torso.
En tal sentido, unos abogan por subir guardias armados a los trenes —sería interesante saber cómo emplear un fusil en un tren concurrido sin matar inocentes—; otros piden escuchar las conversaciones telefónicas, tal como hace ilegalmente Bush a este lado del Atlántico; y para otros, la solución es aumentar el número de cámaras de vigilancia, aunque Londres está poblada de ellas y no sirvieron para evitar los atentados de julio de 2005. Que después se arreste a los criminales filmados, no repondrá la vida a quienes la perdieron en un estallido.
Algo es cierto: ahora que el terrorismo le enseña su feo rostro a Alemania, no hay una estrategia razonada y contundente para pararlo en seco.