Mientras sembrábamos café, un anciano campesino nos observaba burlón. Él sabía que allí no se daba el café. Pero teníamos que cumplir nuestras metas, se diera o no el café. Menos mal que en nuestro grupo estaban las hermanas Yolanda y Leonor Zamora, bellísimas las dos, y Zoraida Montes, en pleno éxito en la temporada del teatro Martí interpretando el personaje protagónico de Voy abajo, sainete lírico, con música del maestro Rodrigo Prats.
Eso atraía las miradas de los vecinos de Párraga, que disfrutaban de la presencia de tan destacadas personalidades de la cultura. Entre los curiosos que nos visitaban diariamente sobresalían tres hermanitos, dos hembras y un varón, la mayor de apenas siete años. Felipito, el varón, tenía cinco, pero estaba locamente enamorado de Leonor Zamora, por aquel entonces bailarina y cantante, que ensayaba el que fue su éxito más sonado, la sobrina del cura de Dios te salve, comisario.
Felipito nos visitaba todos los días, acompañado de sus hermanitas, y nos traía café y agua helada, lo que hacía que nos fuéramos encariñando con aquellos simpáticos muchachos.
Un día nos invitaron a visitar su casa. Y, naturalmente, aceptamos. Supimos entonces que eran hijos de Felipe, un exparacaidista del ejército de Batista, que había peleado en la Sierra contra el Ejército Rebelde. Felipe nos pareció un padre ejemplar. Había fabricado la casa con su trabajo personal. Los muebles los diseñó y construyó él mismo. En el almuerzo que nos ofreció su esposa, disfrutamos de la amable charla familiar y pudimos comprobar la hermosa relación entre los niños y sus padres.
Como es lógico, la conversación derivó hacia el tema político. Felipe dijo que él sabía que nosotros estábamos con la Revolución, pero que eso no impedía que nos recibieran en su casa con verdadero gusto. Añadió que no podría jamás simpatizar con la Revolución porque le habían fusilado a un hermano, y que él mismo había luchado contra los rebeldes. Contó que en cierta oportunidad tuvo encañonado al Che en un bohío y que pudo haberlo matado con solo halar el gatillo, pero no lo hizo por respeto a aquel enemigo o, quizá, porque no quiso aprovecharse de la indefensión del mítico guerrillero. Agregó convencido: «Mi deber era disparar, pero no lo hice». Y concluyó: «Yo era un campesino sin posibilidades de superarme. En el ejército de Batista encontré la oportunidad de hacerlo. Los rebeldes eran mis enemigos. Fusilaron a mi hermano. Por eso no podré simpatizar nunca con la Revolución».
De momento no supe qué responderle. Quise aliviar la atmósfera de incomunicación que siguió a sus palabras y balbuceé sin mucho entusiasmo: «No sea tan categórico en su juicio. Cuando estos niños tengan las oportunidades que usted no tuvo y puedan superarse estudiando, es posible que llegue a entender que la Revolución no es tan mala y hasta llegue a simpatizar con ella».
Aquel día nos despedimos, en la limpia y modesta residencia, con más admiración que crítica para aquel leal adversario. Felipito y sus hermanas siguieron visitándonos hasta el final de nuestra jornada agrícola. Y pasó el tiempo, y pasó...
Un día un hombre se bajó de un camión y caminó hacia mí con gesto fraternal. No lo reconocí a primera vista. Su sonrisa me trajo su identidad. Era Felipe. Me abrazó. Y me contó. Felipito era ingeniero. Su hija mayor era médico y trabajaba con Conchita Campa en el Finlay. La menor era odontóloga. Me miró fijamente a los ojos como para observar mi reacción ante lo que me iba a decir y afirmó: «Y soy militante del Partido.» Lo felicité con toda mi alma. Y quizá no pudo interpretar mi sonrisa: yo no lo era.