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La paz sigue entrampada en Colombia

Los más de 6 000 excombatientes de las ya inexistentes FARC-EP que entregaron las armas en Colombia están expuestos al «genocidio» y al «desplazamiento forzado»

Autor:

Marina Menéndez Quintero

«Plan de exterminio» mediante el «genocidio» y «desplazamiento forzado»: así describió Pastor Alape la encrucijada que enfrentan hoy los más de 6 000 excombatientes de las ya inexistentes FARC-EP que entregaron las armas en Colombia como muestra de su compromiso de respetar la institucionalidad, y razón por la cual se acogieron a los Acuerdos de Paz de 2016, apuntó el representante del partido FARC en entrevista radial.

Las tres son definiciones gruesas pero vienen al calco para expresar la continuidad de los asesinatos contra los exguerrilleros. Sin embargo, también son útiles para describir la persecución contra un sector destacado de la población civil: los líderes sociales y activistas de derechos humanos, cuyo pecado es defender lo que corresponde a los demás en una nación donde las insatisfacciones llevaron a protestas que confluyeron en un paro nacional el año pasado y tuvieron su reactivación en este, antes de llegar la pandemia.

Las demandas entonces lo abarcaban todo; era un rechazo a la ejecutoria social y económica del gobierno de Iván Duque, que uno de los dirigentes de aquellas manifestaciones calificó como expresión de lo «acumulado de 25, 28 años de neoliberalismo». Pero también se clamaba por la consecución de la paz.

El manto de relativa inamovilidad echado por la Covid-19 en todos lados quizá haga parecer menos urgentes algunos de aquellos reclamos; pero ello no ha ocurrido en torno a la ancestral violencia y la inseguridad de Colombia, incrementadas en tanto no se cumple cabal ni totalmente lo pactado en los Acuerdos.

La punta del iceberg que visibilizó mejor la escasa protección en que viven los exguerrilleros fue el traslado, la semana pasada, de un centenar de ellos aposentados en la localidad de Ituango, en Antioquia, donde existió antes unos de los puntos transitorios de normalización creados para la entrega de las armas y la reincorporación de los desmovilizados a la vida civil.

En total, suman hasta ahora 119 los excombatientes y familiares asesinados en todo el país después de «la paz». Sin embargo, no solo preocupa el hecho violento en sí, sino la continuidad de sucesos iguales ante la inacción… o la acción insuficiente de las autoridades.

La forma en que aconteció el asesinato más reciente en Ituango muestra matices que alimentan las preocupaciones.  Según un comunicado del partido Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común (FARC), «una patrulla móvil del Ejército Nacional ubicada a diez minutos del lugar de los hechos reaccionó en forma tardía. Y a pesar de que César Darío (la víctima) aún estaba con vida, no le prestaron los primeros auxilios para tratar de salvar su vida, ni gestionaron su traslado de forma rápida al hospital».

En atención a ello, la Farc exigió al Gobierno «medidas inmediatas y suficientes para proteger la vida de los exguerrilleros».

No es más tranquila la existencia de los líderes sociales. Un comunicado emitido el viernes por el Consejo Nacional de Paz, Reconciliación y Convivencia de Colombia denuncia que del 2 de enero al 11 de julio fueron ultimados 209 activistas lo que, en su opinión, «afecta la democracia, la reconciliación y el avance constructivo de la paz». 

Pero el llamado del Consejo tocó también otro asunto pendiente: las truncadas negociaciones con el movimiento guerrillero Ejército de Liberación Nacional (ELN), rotas por el Gobierno como respuesta al atroz atentado a la Escuela de Cadetes de Bogotá, en enero de 2019. 

En tal sentido, el Consejo exhorta «a todos los grupos armados para que cesen sus acciones violentas y respeten la vida de todos y todas las colombianas, en respuesta a la grave crisis que viven las comunidades».

Hace dos semanas, la posibilidad de reabrir el diálogo con el ELN fue nuevamente rechazada por Duque. Las preocupaciones llegan hasta la ONU, veedora del cumplimiento de lo firmado entre las antiguas FARC-EP y el Estado colombiano durante el Gobierno de Juan Manuel Santos, toda vez que el Consejo de Seguridad prorrogó la vigencia de la Misión de Verificación allí.

En un enjundioso informe del 26 de junio, el secretario general, António Guterres, felicita a los colombianos por «su resiliencia, creatividad y tenacidad para mitigar los  efectos de la crisis sanitaria y dar pasos de forma gradual y responsable hacia el restablecimiento de la normalidad» pero, a la vez, exhorta a laborar por la paz.

«Las tres prioridades para la implementación de la paz en 2020 que recomendé en mi informe anterior (S/2020/239) siguen siendo relevantes y urgentes a la luz de la pandemia, a saber: pasos más firmes para proteger la vida de los líderes sociales, defensores y defensoras de los  derechos humanos y excombatientes; medidas reforzadas para garantizar la sostenibilidad del proceso de reincorporación; y una atención especial a las comunidades afectadas por el conflicto (…)», apunta el informe.

Tales aseveraciones señalan exactamente dónde están las trampas a la paz colombiana. Solo queda sortearlas.

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