Un niño malayo defiende los derechos rohinyás durante una manifestación en Kuala Lumpur. Autor: EPA Publicado: 18/11/2017 | 10:03 pm
Atrapados en la frontera, sin lugar a donde ir y sin poder regresar, los rohinyás viven bajo el designio de la exterminación.
Y es que, repatriados por el país más cercano para huir y condenados a vivir sin derechos en la nación de la que proceden, esta etnia —perseguida y desechada por la sociedad, a medio camino también de la desaparición— semejan ser solo letras sobre una página, nombre hueco para un Gobierno que los anula, errantes condenados al olvido… parecen ser nadie.
Una etnia al borde de la catástrofe
Aunque hayan captado titulares en los últimos meses, los rohinyás son, para gran parte del mundo occidental, un grupo poco mediático. Se trata del pueblo más perseguido del mundo, explica el diario británico The Guardian, y está integrado por 1 100 000 personas que viven en Myanmar (antigua Birmania), en el estado de Rakhine, limítrofe con Bangladesh.
La etnia musulmana bengalí tiene en su propio país el estatus de «inmigrantes ilegales» y sufre una discriminación sistemática desde que la junta militar (que dirigió el Gobierno hasta 2011 pero que aún controla y participa activamente en la vida política del país) les retiró la nacionalidad birmana en 1982 y con ella todos sus derechos civiles y como ciudadanos.
Por ello, no disponen de documentos de identidad, ni pueden contraer matrimonio o viajar sin autorización. Tampoco tienen acceso al mercado laboral ni a los servicios públicos básicos como escuelas y hospitales.
Myanmar, un país de mayoría budista como el resto de la región, desafía así la historia al considerar que el grupo étnico no es oriundo de allí, aunque varias genealogías atrás los rohinyás llegaron provenientes de la antigua Persia y Arabia para establecerse en un nuevo territorio: un movimiento migratorio común en la formación de las nacionalidades y Estados de todo el planeta.
«Mis abuelos y familiares nacieron y murieron en esta tierra. Los rohinyás viven en el país desde hace generaciones», dijo a AFP un miembro de esa comunidad, la cual habla un lenguaje similar al dialecto bengalí de Chittagong.
Fuego y asalto
Las tensiones entre la minoría y el gobierno de Myanmar llegaron a un punto álgido el 25 agosto, luego de un paulatino proceso de incremento de la violencia y un aumento considerable de la presencia de tropas oficiales en Rakhine, una de las regiones más atrasadas del país, con un índice de pobreza del 78 por ciento, casi el doble de la media nacional.
Ese día un nuevo grupo militar, el Ejército de Salvación Rohingya de Arakán (ARSA), atacó a las fuerzas gubernamentales y estas respondieron con la muerte de al menos mil personas y obligaron a otras 300 000 a escapar de su hogar. Varios meses después, la huida masiva continúa.
El 11 de septiembre, con las fronteras hacia Bangladesh colapsadas y una crisis regional en ciernes, Naciones Unidas tomó cartas en el asunto y declaró las acciones de las tropas oficiales como desproporcionales al ataque insurgente».
«Llamo al Gobierno a ponerle fin a esta cruel operación militar (…) y a revertir el patrón de severa y extendida discriminación contra la población rohinya. La situación parece un ejemplo de libro de texto de limpieza étnica», aclamó desde Ginebra, el alto comisionado para los Derechos Humanos, Zeid Ra’ad Al Hussein.
Tras más de un mes de presión internacional, la Consejera del Estado myanmo y Premio Nobel de la Paz en 1991, Aung San Suu Kyi, habló a la nación para lamentar el sufrimiento de todas «las comunidades» de la región como resultado de la reciente violencia. Sin embargo, en el comunicado, la luchadora por los derechos del pueblo birmano olvidó mencionar a los rohinyás, a pesar de que sí listó a otras comunidades de Rakhine, incluyendo a diversos grupos musulmanes asentados en la zona.
El Gobierno también rechazó las declaraciones de ARSA de que la revuelta había sido en defensa propia y las denuncias de los refugiados, quienes aseveraron que los soldados destruyeron y quemaron sus hogares. En cambio, la administración de Suu Kyi aseguró que fueron los propios rohinyás quienes quemaron sus casas y asesinaron a budistas e hindúes, al tiempo que clasificaron a las milicias del grupo étnico como terroristas.
Cuando todo parecía ser un clásico «tu palabra contra la mía», el Observatorio de Derechos Humanos y Amnistía Internacional presentaron nuevas evidencias: imágenes satelitales que mostraban periódicos incendios en las áreas urbanas donde residía el grupo musulmán y en villas desiertas. Las tomas confirmaban que las fuerzas estatales han adoptado una deliberada y sistemática campaña para expulsar a «los indeseados», resumió The Guardian.
Sin caminos, sin respuestas
Para los rohinyás el problema no es solo huir, sino hacia dónde. De los 1 100 000 miembros de la etnia que vive en Myanmar, más de 600 000 habían escapado hacia finales de octubre rumbo a Bangladesh, refirieron estimaciones de la Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios de Naciones Unidas (OCHA).
Ya en la frontera, les espera otra prueba: la nación vecina solo los acepta a cuentagotas y repatria a muchos de los que logran pasar. Según OCHA, más de la mitad de las personas que siguen arribando a diario a la localidad bangladesí de Cox´s Bazar se quedan en un lugar llamado Kutupalong Expansion.
«Demasiadas personas abandonaron su hogar y viven en condiciones miserables: un pedazo de plástico para protegerse de la lluvia, con los pies en el barro, ya sea en Bangladesh o en Rakhine», comentó Dominik Stillhart, responsable de la Cruz Roja en el territorio birmano, único organismo que tiene permiso para acceder allí.
«El ejército no nos atacó pero nos hace la vida imposible. No nos pagan y no podemos ir al mercado. ¿Cuánto tiempo podremos vivir así?», narró Mohammad Zafar, de 35 años, quien arribó a Bangladesh tras interminables días de marcha, casi sin alimentos ni agua. «Esperamos escondidos en las colinas y cuando fuimos suficientemente numerosos decidimos emprender la travesía», dijo a AFP.
Ahora, la problemática ha devenido también en tensiones entre Myanmar y Bangladesh, cuyos gobiernos negocian cómo resolver la crisis, pues con la llegada de unos 700 000 rohinyás, según datos del Gobierno bangladesí, la situación es ahora «un problema nacional».
Sin cambios en la postura myanmarense, el Consejo de Seguridad de la ONU instó nuevamente el seis de noviembre a Naipyidó a «garantizar que no se siguiera utilizando una fuerza militar desmedida», y expresó «gran preocupación por los informes de violación de derechos humanos y abusos en el estado Rakhine».
En respuesta, Suu Kyi, cuya administración civil comparte el poder con los militares, dijo que los problemas que afrontan los dos países solo podrían solucionarse bilateralmente, un hecho que según ella fue ignorado en la declaración del Consejo, que «podría dañar potencialmente y seriamente las negociaciones (...), que han actuado sin problemas y con rapidez».
No obstante, la realidad es que los diálogos han sufrido percances luego de que el portavoz de Suu Kyi aireara sospechas de que Bangladesh podría demorarse en aceptar el proceso de repatriación para asegurar primero cientos de millones de dólares en ayuda internacional, ante lo cual —refirió Reuters— los responsables de la nación vecina expresaron su indignación.
En tanto, el Dalai Lama, líder espiritual de los budistas tibetanos, instó a la Premio Nobel a abordar de frente el problema y le expresó a las fuerzas birmanas envueltas en los ataques que «recordaran a Buda». Un recordatorio a la paz y la convivencia.
Pero, sin soluciones suficientes sobre la mesa, este capítulo de odio corre el riesgo de convertirse en un triste lamento de exterminio étnico que pudiera engrosar las futuras páginas de los libros de historia.