Al templo Kiyomizudera todos llegan en busca del agua más pura para conseguir buena suerte y felicidad. Autor: Susana Gómes Bugallo Publicado: 21/09/2017 | 06:53 pm
Si en Cuba preguntan qué es el sake, tienes que responder, sin muchos rodeos, que se trata de vino de arroz. Y el paladar de este Archipiélago ardiente no se exalta en lo más mínimo ante semejante sutileza. Pero si en Kawashima shuzo S.A. te explican que su sake está hecho con dos de las maravillas de Japón —el mejor arroz y el agua más pura— entonces cambia la idea que se tiene sobre la bebida tradicional de la tierra del sol naciente.
Si uno va de paso por el pueblo de Harie, siente sed y se acerca a cualquier arroyuelo, tal vez sacie el instinto y siga de largo. Pero si Keiko Maeda, una de las voluntarias de la localidad, te enseña que el agua está purificada por un viaje de 150 años entre las montañas, y te ofrece un sorbo de la del acueducto y otro de la del barrio, tienes que admitir que has probado la octava maravilla.
Porque para amar y defender algo primero hay que entenderlo. Y esa es una verdad que rige en el país nipón. Cada vez que se llega a algún sitio, parece que se estuviese asistiendo a un paraje privilegiado. Y no porque ocupe espacios desafiantes en los rankings o haya sido reconocido por millones de turistas, sino porque cada habitante de esa zona es capaz de confirmarte que acabas de arribar al mejor lugar del planeta. Y lo demuestra.
La isla de las mil deidades
Dicen que en Japón existen más de ocho millones de deidades. Que si los japoneses creen que algo es especial, comienzan a imaginar que en eso reside un dios. Pero en Miyajima no hay casualidades. Esa sí es isla sagrada, venerada desde que allí se construyera por los marineros el santuario Itsukushima hace más de 1 400 años para rezarle al dios protector del mar. La estructura actual, reconstruida en 1168, fue designada Patrimonio Cultural de la Humanidad en 1996, y comprende 300 metros sobre el agua.
Los ciervos andan a sus anchas por esta isla mágica, considerada uno de los tres paisajes más hermosos de Japón. Cada transeúnte que pasa a su lado, se fotografía con los animales y estos no se dan por enterados. Es la confianza de que nadie les hará daño lo que los hace pasivos, tal vez porque se saben centro de esa creencia japonesa de que son mensajeros de los dioses y por eso viven en los bosques de las deidades. Solo se advierte a los foráneos que no dejen papel a su alcance. Porque si entre las pertenencias de alguien atisban el mínimo documento, tragan papel en segundos.
Dicen que hay quien ha cruzado nadando el río Osha, que separa a este territorio de Hiroshima. Pero el frío y la niebla del viaje hacen que parezca improbable la travesía, aunque es imposible saber si entre las 30 islas que rodean este espacio, habrá existido o exista algún atleta que haya conquistado las aguas de mayor producción de ostras del país.
El centro de atención de los 30 kilómetros de Miyajima (símbolo de Japón) es la Gran Puerta (O-Torii), construcción de pilares de pino que se sostiene en el mar por sus 60 toneladas y 16 metros de altura. Este umbral simboliza la entrada del templo, en el que habitan cuatro monjes y al que las personas aman ir a casarse.
El templo del agua pura
El secreto del Bento es presentar pequeñas porciones pero de gran variedad nutritiva y de colores.
Siguiendo de largo hacia Kioto (en tren bala y probando la presentación de comida en Bento, que incluye muchas pequeñas porciones) visitamos otros templos milenarios, como el Kiyomizudera. En esta prefectura, que aún compite con Tokio por la supremacía (pues fue la capital de Japón desde el año 794 hasta el siglo XIX), están las calles por las que van geishas, monjes y samuráis, y que siguen el estilo de tablero de ajedrez de la antigua capital de China.
Saltar de la Plataforma de Kiyomizu es una metáfora japonesa para quienes asumen decisiones drásticas, pues antiguamente muchos se lanzaron desde esos 242 metros de altura del Monte Otowa para demostrar la firmeza de sus posturas. Esta construcción de madera instalada sobre un acantilado está sostenida únicamente por la técnica de la suspensión, pues su arquitectura no posee ni un solo clavo.
Allí también el agua es bendición. Y cualquiera se llega para beber de este manantial sagrado, conocido como Kannon de Kiyomizu (por el dios budista de la Merced, que salva a todas las personas), cuya agua de cascada da salud y éxito.
A lo largo de los 130 metros cuadrados que ocupa el templo están distribuidos 15 edificios budistas del siglo XVII. No en balde la Unesco decidió que este espacio fuera seleccionado también Patrimonio Cultural de la Humanidad desde 1994.
Una leyenda en ciernes
Harie significa pueblo donde nace el agua, nombre que debe a que está en la franja alta que alimenta a Kioto y Osaka, y hacia allí desciende primero el líquido de la cordillera Hira, por donde ha ido bajando desde hace 150 años. No por gusto se asume que viene filtrada por el tiempo.
Este fue un sitio desconocido hasta que en enero de 2016 un documental contó su historia. En mayo ya se había organizado un comité en el pueblo para la conservación del agua, y para estar preparados ante los visitantes, quienes no se hicieron esperar. Aunque no hablen idiomas foráneos, opinan que para comunicarse solo hace falta voluntad.
Las 110 casas de la comunidad tienen un pozo o kabata con peces carpa. Aun cuando las viviendas estén equipadas con todo —incluso con bombeo de agua desde el pozo y la tubería que provee la empresa del lugar— hacia ese espacio se lleva cada trasto de la cocina con los restos para que las carpas se encarguen de limpiarlos y se alimenten.
Al día siguiente se friegan los recipientes con jabón hecho del aceite usado, para no contaminar el ambiente. Las carpas purifican el agua, dicen. Y mantienen a especies de más de tres décadas que antes servían para comer, pero ahora ya son mascotas. Peces para comer hay muchos, pero muy pocos saben fregar, bromea uno del grupo. Como esa agua de manantial (shozu) se mantiene a 13 grados centígrados, en verano utilizan la kabata para refrigerar.
Todo este movimiento ha permitido que la población esté más limpia y atractiva, comenta nuestra guía Keiko Maeda, una de las voluntarias que acompaña a los visitantes por el poblado. Nos pagan con un cupón de mil yenes, explica. Para que lo usemos en el pueblo. Así también se revitaliza la comunidad, dice.
Allí también nos reciben en Kawashima shuzo S.A., una industria local del mejor sake. En sus más de 140 años de tradición de la marca Matsu no Hana trabajan durante otoño, invierno y primavera, escogiendo la mejor época para cada fase y prescindiendo del verano, porque conllevaría utilizar aire acondicionado e ir contra la naturaleza.
Como se cree que el sake es el mejor de los remedios —idóneo para resaltar el sabor de las comidas y estimular conversaciones— nos dan a probar tres variedades, y nos incitan con una generosa porción de tofu, que, aseguran, es mejor que comer carne, porque no hay nada como la soya.
El valle de las posadas
Un minshuku es la vivienda privada adonde van los visitantes a rentar. Allí se comunican por señas con los anfitriones. Todavía hay nieve en las calles. Por eso esa noche comeremos sukiyaki, cena que se cocina entre todos y proporciona calor humano, explica Hiroaki Kurutanie, nuestro anfitrión y hospedero de la casa Izumiya.
Hiroaki y su esposa hacen que nos sintamos de maravilla. Nos llevan al templo budista al que asisten las 11 familias del valle de las posadas (hakodate) a meditar, aunque en casa tienen altar para venerar a sus antepasados.
En la noche escribimos Japón, Cuba, Amistad, Paz y Sake… en caligrafía japonesa, o shodo. Algunas parecen obras de arte, nos dicen cuando el resultado no es perfecto. Es nuestro estreno, nos consolamos, y escuchamos cómo la guía Miki Wada explica que alrededor de los 23 años es que un japonés puede leer el periódico, porque demoran entre 12 y 18 en aprender los métodos de escritura.
Pero los encantos del valle de las posadas no se acaban todavía. Allí también tienen los baños colectivos y térmicos, de los que el cuerpo sale completamente desintoxicado, para luego ir a dormir a los tatamis tradicionales, después de que se ha caminado sin zapatos por el minshuku durante todo el día. ¿Qué más se puede pedir para estar en conexión total con el entorno? ¿Cómo no defender lo autóctono si es increíblemente universal?