El ministro Westerwelle y la canciller Ángela Merker. Autor: Getty Images Publicado: 21/09/2017 | 04:54 pm
La canciller federal alemana, Ángela Merkel, de la conservadora Unión Cristiano-Demócrata, no veía la hora de que se terminara su período de gobierno de coalición con los socialdemócratas (una versión acuosa de la famosa mezcla entre el aceite y el vinagre). Suspiraba, en cambio, por un futuro matrimonio con los liberales, liderados por un señor llamado Guido Westerwelle, el preferido por las grandes empresas amantes de los impuestos bajos.
Las elecciones de septiembre de 2009 le cumplieron a ella su sueño, cuando el Partido Liberal (FDP) se echó en el bolsillo los votos suficientes para acompañar en una nueva alianza a la CDU y a los socialcristianos de la sureña Baviera (CSU, partido hermano de la CDU). Hubo boda con cake y todo, y Westerwelle quedó como vicecanciller federal y ministro de Relaciones Exteriores.
Ahora bien, cuando han trascurrido poco más de cien días de gobierno, el señor hala tanto para la derecha que obliga a sus socios democristianos a desmarcarse de él. Lo último que tiró fue que en Alemania hay una suerte de «socialismo espiritual», en el que muchos se preocupan más por quienes viven de ayudas sociales que por quienes trabajan y pagan impuestos. Tal bienestar invitaría, según él, a una «vida propia de la decadencia romana».
«Pan y circo», decían los gobernantes romanos para significar que, mientras la gente comiera a expensas del Estado, no daría dolores de cabeza. Pero ignoro en qué parte de la historia de Los Doce Césares leyó Westerwelle que Roma tuviera, no a miles de vagos que recibían sin mucho sudor unas monedas para subsistir, sino a 3,3 millones de desempleados cuya situación no es culpa de ellos, sino de un sistema que priorizó las ganancias empresariales y la especulación sin tener en cuenta las necesidades reales de consumo, por lo que ahora los trabajadores pagan la factura. Si no se les ayudara entonces a escapar del pantano que crearon otros, ¿para qué serviría un gobierno?
Por eso, algunos saltaron ante la infeliz comparación, entre ellos la Canciller federal. «He dejado claro que lo que ha dicho Guido Westerwelle no son mis palabras. Ese no es mi estilo», dijo Merkel. Cabe preguntarse: Ha pasado tan poco tiempo, ¿y ya están así las cosas? El anterior vicecanciller, el socialdemócrata Frank Walter Steinmeier, aseguró que no recordaba un comienzo tan malo de otro gobierno. Si él, que estuvo allí hasta hace muy poco, lo dice, habrá que creerle.
Los liberales están en la mirilla, además, porque quieren aplicar en la salud un pago igualitario para todos. No hablo de proporcionalidad, sino de que todo el mundo pague lo mismo, tanto el banquero como el arreglador de cornetas. ¿Quién sale premiado con esta «brillante» idea? ¿Acaso el cornetero? Por si las moscas, desde la CDU ya han advertido que la medida no les hace gracia.
Y un último traspié: resulta que los alegres muchachos de don Guido empujaron y empujaron para rebajarle el Impuesto al Valor Agregado (IVA) al sector hotelero, del 19 al siete por ciento. Nada extraño hasta aquí —es la tendencia normal de los liberales—, pero después se conoció que un empresario hotelero, August von Finck, le había entregado al FDP más de un millón de euros. «Amor con amor se paga», reza el dicho, también aplicable a los favores.
No se extrañe nadie entonces si, tras obtener meses atrás un 14,6 por ciento en los comicios, el FDP está renqueando ahora en el siete por ciento. De aquí a poco, si se cumplen las previsiones de que el paro trepará hasta los 4,1 millones este año, Westerwelle, negado a soltar más euros para los desempleados, vendrá a ser tan simpático como una ducha en medio de un frente frío. Y la Merkel estará nostálgica otra vez, ¡pero de los socialdemócratas!
Complicado, ¿no?