Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

ONU: reportes de fracaso

Autor:

Jorge L. Rodríguez González

¿Recuerdan las películas Hotel Ruanda o Disparando a los perros (Detrás de la cerca)?

Ruanda, abril de 1994. El presidente, Juvenal Habyarima, miembro moderado de la etnia hutu, es asesinado, y apenas 24 horas después la primera ministra, Agathe Uwilingiyimana, tiene el mismo final. Los líderes de la Interhamwe —milicia civil integrada por hutus—, exhortan al pueblo a la masacre de los tutsis. Cualquiera que, interceptado en las calles por los controles hutus, fuera identificado como tutsi, era asesinado a machetazos. Mujeres, niños, ancianos..., si eran de la etnia «enemiga», no tenían derecho a vivir.

Paul Rusesabagina es el encargado de un hotel en la capital, Kigali. Hutu, pero casado con una mujer tutsi, Rusesabagina trata, casi desesperanzadamente, de salvarles la vida a su esposa, sus hijos y vecinos, cobijándolos en la instalación donde trabaja. Lo que antes fue un espacio de recreo y placer, se convirtió en el único lugar al que miles acudían con la vana esperanza de sobrevivir.

De nada sirvió que un camarógrafo de la BBC captara el aciago espectáculo de la lucha por no morir: la masacre se intensificaba. Las tan esperadas fuerzas internacionales llegan cuando aún la valentía de Paul ha logrado mantener la vida de los refugiados, pero de nada sirvió. Órdenes concisas e inviolables: solo evacuar a los ciudadanos blancos, devolverlos a sus países, y no intervención.

La historia se repite en Disparando a los perros. Un joven profesor británico viaja a Ruanda para dar clases en el centro que regenta un sacerdote franciscano. Cuando estalla la matanza, el misionero decide abrigar a todos los ruandeses sin distinción de etnia, y el profesor tiene que decidir entre quedarse para ayudar a sus alumnos o huir del país, junto a los otros blancos extranjeros. También estuvo el ojo de la BBC. Una periodista que lloraba cuando veía muerta a una mujer bosnia, pensando que pudiera ser su madre. Sin embargo, en Ruanda, ese lugar olvidado del mundo, ni se le erizó la piel. Las mujeres asesinadas eran negras, ninguna podía ser su madre.

En ese cerco, controlado por la ONU, los cascos azules también respondieron con la indiferencia. No hubo una orden que les indicara hacer lo contrario. Por eso, se fueron en sus camiones, abandonando a los ruandeses a su poca suerte.

Otra no podía ser la reacción de las potencias ante el caos que ellas mismas incentivan. Sin embargo, mientras mienten diciendo que protegen a la población civil, se encargan de otras cosas tan sucias como dejar morir a los inocentes, violar, robar y azuzar aún más los conflictos.

Así ha sucedido en la República Democrática del Congo (RDC), en una guerra que tiene su gasolina en el genocidio de la vecina Ruanda, cuando los asesinos cruzaron las fronteras con sus armas, junto a aquellos que huían de la muerte. Las acusaciones son innumerables, y todas provocadas por la propia ONU.

Por ejemplo, helicópteros de la Misión de la ONU en la RDC (MONUC) han transportado minerales hacia la frontera con Ruanda, país que además ha sustentado la rebelión contra Kinshasa. También en enero la MONUC dijo investigar a un oficial indio acusado de brindar apoyo a los rebeldes tutsis en el este congolés.

Recientemente, la ONU reunió 217 acusaciones contra efectivos de la MONUC, en el este congolés, por abuso sexual, pero el organismo internacional señala como culpables a soldados indios y paquistaníes. Al parecer, la ONU cree que los responsables de estas atrocidades no son los rubios de ojos azules de EE.UU., Noruega o Gran Bretaña, sino que se trata de una práctica propia de los contribuyentes del Sur. ¿Pretende esa organización limpiar su imagen al poner a los acusados el mote de sus nacionalidades?

En septiembre pasado, el francés Didier Bourguet, de 44 años, fue sentenciado a nueve años de prisión por la violación de dos menores y agresión sexual a una tercera, cuando trabajaba para la MONUC como mecánico de vehículos. Desde 2005, Bourguet, había sido acusado de violar y agredir sexualmente al menos a 22 menores entre 1998 y 2004, así como de obtener fotografías pornográficas de niños en esa nación y en la vecina República Centroafricana.

Con cinismo, el francés aceptó los cargos, y su desfachatez e impudicia llegó al extremo de justificarse, aludiendo que todo lo hizo movido por el estrés que le causaba trabajar en África, lejos de su país.

Parece que la ONU tendrá que brindar un servicio de terapia para quienes la representan en estos países. Quizá así, sus empleados roben menos, dejen de violar a mujeres y niños, y defiendan la seguridad de los pobladores, como debe hacer cualquier misión que se dice de paz.

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