Eran las tres de la tarde del sábado último y como ya es costumbre (casi patrimonio nacional), me encontraba en una cola: una de esas que te permite llegar a un cajero y regresar sin inconveniente. Distraído con las melodías de Morat, casi enajenado del bullicio y la espera prolongada en G y 23, me sorprendió un abrazo que me sacudió por detrás con tal intensidad que el abdomen casi llega a formar parte de mi espina dorsal.
Rápidamente mis reflejos me hicieron reaccionar y empujé a la persona con fuerza, pero al voltearme vi que era un muchacho joven, quien al recuperarse de mi estruendosa acogida exclamó: «¡Edel, mi hermano, dale suave! ¿Es que no me reconoces?».
En ese momento no respondí nada, pues no invadía mi memoria ningún recuerdo asociado a ese rostro, lo cual no pareció molestarle porque se lanzó sobre mí con un abrazo tan sincero que parecía que nos conocíamos de toda la vida... y entonces sí note algo familiar en él, pero aún no podía asociarlo con un nombre.
Luego de las muestras cariñosas, y de preguntarme por mis padres, mi hermana e incluso mi tía (mencionando sus nombres) me invitó a conversar unos minutos, ya que hacía siete años que no teníamos contacto alguno.
De camino a uno de los bancos del parque cercano dialogamos acerca de nuestras vidas en ese período, y una vez sentados, lo observé con detenimiento: pelinegro, con una barba discreta en forma de candado y expansiones de esas que, si te las quitas, puedes insertar tu mano completa por el hoyo plasmado en la oreja.
Vestía completo de mezclilla y bajo la chaqueta llevaba un pulóver blanco... Nada fuera de lo común, y a pesar de la confianza que me transmitía no lograba recordar quién era. Solo un detalle me causó curiosidad: dos ligeras marcas en cada uno de sus pómulos, como puntos de sutura que parecían estar cicatrizando.
Luego de una larga y entretenida charla que paneó desde mi carrera universitaria hasta sus locuras en Madrid (narración muy divertida, por su peculiar mezcla del acento gallego con la jerga cubana más común), me decidí a preguntarle de una vez quién era, algo que no hice antes por vergüenza.
Tras oír la interrogante sonrió, me puso la mano en el hombro y me dijo: «¡Hostias, mano!, ¿por qué no lo preguntaste antes? Ya se me había olvidado que no luzco igual», y de inmediato aclaró: «Aunque siempre me he sentido como aparento, esto fue un proceso extenso, complejo para mí... Bueno permíteme presentarme: soy Andrea, tu compañera de aula, estudiamos juntos toda la secundaria».
En ese instante, miles de recuerdos asediaron mi memoria, pues se trataba de una de las mejores camaradas que he tenido. Sin dudarlo más lo abracé, sin preguntas indiscretas ni gestos prejuiciosos. No le di valor al detalle de si estaba conversando con un chico o una chica, pues solo contaba nuestra vieja amistad, que no olvidaré por tantos momentos buenos, malos y peores que vivimos en la adolescencia.
Más allá de géneros, nombres y caminos que la vida nos traza, me dio gusto revivir esa etapa y rencontrarme con ella/él: simplemente con Andrea.