Cuando era maestra de primaria conocí a una mujer que solía llevar a su sobrino a la escuela si la madre del chico estaba de guardia. «Mi hermana trabaja demasiado», decía, y no con admiración. «Las mujeres hermosas estamos para que nos mantengan, no para quemarnos las pestañas o doblar el lomo».
Tenía cerca de 40 años y ciertamente era vistosa, pero no me caía bien por ese desprecio machista hacia las mujeres que compartíamos el matutino, a quienes consideraba «perdedoras de la vida» por no sacarle provecho a lo que natura les concedió. Su mantra era: «Que trabajen las feas».
Hace un par de semanas me encontré con ella en una parada. Apenas la reconocí. Excepto las toneladas de maquillaje y la mirada arrogante, quedaba muy poco de su pasada gloria. Por lo que me contó, la diabetes y el reuma no le facilitaron un elegante deslizamiento hacia «tercera base», y pasada esa edad no puede reclamar jubilación, pues nunca trabajó, ni «para el Estado ni como cuentapropista», como decía con vanagloria.
Al tanto de mis vínculos con las leyes, quiso explorar una vía para recibir pensión. «¡Aunque sea tres mil pesos, que luego en la calle yo los hago crecer!», dijo sin tapujos, y pasó a contarme sus inventos como revendedora, un «oficio» para el que la salud ya no le acompaña, y tampoco puede vivir de favores sexuales porque sus clientes le dieron la espalda «cuando me puse vieja…». ¿Y cómo no lo previó?
Mientras parloteaba yo pensaba en mis viejos, a los que ayudo para terminar el mes porque sus retiros son la mitad de esa cifra que ella espera sacar de la nada. Eso es lo que les tocó, tras más de 30 años de consagración al estudio y el trabajo en labores de las que puedo enorgullecerme, como las decenas de embalses y trasvases que mi madre diseñó para que más pueblos y terrenos dispusieran de agua potable.
«¿Y tu sobrino?», interrumpí la cháchara de la empeñada en vivir del cuento. Calló un instante antes de reconocer que se había ido sin llamarla siquiera, y la «ingrata» de su hermana no quería tirarle un cabo, aunque tenía buen sueldo, porque ya mantenía a una tía y a otros dos hijos pequeños. «Estoy al ir al Gobierno y formar un escándalo. Al final me darán la pensión, así sea por cansancio…», masculló sin mirarme.
¡Cansada estaba yo de su insolencia! La de ella y la de otros individuos que han pasado décadas sin hacer nada útil para la sociedad y al final quieren que el Estado los mantenga a costa de los fondos reservados para hogares que no propiciaron su desgracia ni pueden enfrentarla solos, o para ancianos y discapacitados cuidados por alguien en igual condición…
«Bueno, dime: ¿Dónde queda la oficina de Seguridad Social?», insistió en tono arrogante. «En la dirección municipal de Trabajo», respondí. «Justo al lado de la oficina en la que deberías pedir empleo». Y mientras su asombro se transmutaba en enojo, precisé: «Como no tienes experiencia laboral, será mejor que indagues por una plaza de auxiliar de limpieza en alguna escuela, o como cuidadora de una persona realmente vulnerable… O de custodio, si todavía quieres trasnochar».
Ella se tragó su réplica. Reacomodó la cartera y golpeó firme con los tacones el pavimento mientras cruzaba la calle. Una joven que parecía su copia 2.0 la observó marcharse y me miró con cara de ¿la cosa es conmigo?
Y sí, también era con ella. Ojalá aprenda a tiempo el valor del tiempo. Ojalá pruebe la virtud de ser útil y guarde pan pa’ mayo, como decían mis abuelas. Ojalá deje de esperar y se dedique a hacer. Y a ser, porque la identidad se pierde cuando la vida pasa sin usar tus talentos para un bien mayor.
Ojalá entiendan ambas que el Estado no es una entelequia, su presupuesto no es infinito y su prioridad es velar por quienes se esforzaron de verdad en el pasado, y por la infancia, que hará el pan del futuro. A los demás nos toca llenar esas arcas y guardar. Para nuestro mayo, y para todos los otoños.