En un quiosco situado a la vera de la Carretera Central, en la ciudad de Bayamo, el cliente quiso comprar una lámpara LED, uno de los tantos productos que han ganado la categoría de «raros». Pero pronto su mente, que se había dibujado un mejor alumbramiento en casa, pasó al indeseado modo oscuro: el artículo formaba parte de una famosa «oferta».
Es decir, que para llevarse lo deseado debía adquirir también un cenicero y dos bolsitas de «geolín», polvo limpiador de ollas, tan ocioso en los estantes que no sabemos si con él algún día se bañó Aladino. Sí, ese mismo, el de otra lámpara menos mágica.
Ambos añadidos, al parecer, estaban incluidos en la Ley especial de la cañonas comerciales, implantada hace años para vender productos «de lento movimiento» o recaudar dinero a toda costa.
«¿Y si solo quiero la lámpara?», inquirió ingenuamente el potencial consumidor. «Eso viene así, compañero; son 400 pesos por todo, aproveche, porque usted ni se imagina el precio que tiene en la calle», le contestaron.
«¿Si la vendieran sola, cuánto costaría?», indagó otra vez el hombre de esta historia. «Ya le dijimos, es un
combo. La gente se los está llevando sin ninguna queja. No tiene precio sola», respondió una de las vendedoras.
Entonces vio que en el propio quiosco se anunciaba geolín a 30 pesos y ceniceros a 25. Sacó cuentas. La lámpara debía costar 315, un precio inmensamente superior al de hace unos meses.
Sintiéndose pisoteado, vapuleado, atropellado, el cliente observó otro experimento allí mismo, justo frente a la mismísima dirección del grupo empresarial de Comercio de la provincia: «un módulo». Este, al igual que la «oferta», consistía en la compra obligatoria de un cenicero y una bolsita del polvo limpiador para poder hacerte de un gel antibacterial.
Al final, el hombre se marchó a su casa con una enorme insatisfacción. Y en el camino recordó otros «combos», «ofertas» o «módulos», con los que se pretenden cumplir planes, vender lo ocioso, disimular ineficiencias, justificar maltratos.
Evocó un reciente episodio en el que, para poder llevarse un pomo de lejía, debía comprar una cazuela y un pellizco. O la ocasión en que lo obligaban a adquirir un pomito de champú de majagua y una loción hidratante para hacerse de una frazada de trapear.
Repasó en su memoria que en décadas pasadas nacieron otras prácticas similares en la gastronomía, las cuales han ido ganando terreno para vender junto a la cerveza comestibles poco demandados.
¿Cómo será posible que lo más importante sea «la estrategia» recaudadora y no la complacencia a los clientes? ¿En qué lugar el ciudadano puede quejarse de estas imposiciones diabólicas que deben ser definitivamente abolidas? ¿Por qué, en vez de aplicar estas disposiciones absurdas, no analizamos primero la calidad de los productos que entran en estos «abrazos» a la fuerza?, se preguntó.
También meditó sobre una verdad como roca: el concepto de «oferta», que en el buen comercio significa la puesta en venta de uno o varios artículos rebajados de precio, se ha convertido en un comodín engañoso, sobre todo cuando se le pone el apellido de «especial».
Pensó, finalmente, en las ocasiones en que se han publicado trabajos periodísticos sobre estos temas, que no encontraron respuesta, ni siquiera «convoyada» con una explicación. Y concluyó que los clientes deberían luchar más y mejor contra cualquier oferta que termine aplastando sus derechos.