Todavía hoy uno escribe Matanzas y siente el dolor en los dedos. Siente que las quemaduras están demasiado frescas, no solo en la piel.
Matanzas… y la admiración crece más que el humo que llegó a la nube. Y las ojeras se alargan por los días sin dormir, siguiendo en las penumbras las historias de los que, desde el viernes 5 de agosto se enfrentaron a Vulcano en la base de los supertanqueros, y lo hicieron mirándolo a los ojos.
Uno se detiene en las imágenes de los cascos chamuscados encontrados entre las llamas, o en el poema escrito para el bombero imberbe que, como otros, no regresó de la barriga del dragón, y es imposible evitar que el rocío se amontone en los ojos. Uno repara en la voz del muchacho que le dijo a su progenitora: «Mami, yo soy el primero en la fila, no te preocupes, todo va a estar bien, no tengo miedo» y un nudo te entrecorta la voz.
Uno medita sobre la tragedia, contada agudamente por profesionales de distintos medios, y entiende perfectamente que la vida se nos puede ir en un casual relámpago, pero también que es preciso saber anticiparse a los escenarios de centellas o truenos más complejos.
Uno escribe Matanzas, y ocasionalmente los órganos se retuercen al leer en las redes sociales maldades y vilezas, horneadas con el combustible del odio, ese que jamás construirá nuevos puentes sobre la ciudad o la nación.
Uno escribe Matanzas y viaja a la solemnidad ante las cenizas, a los ojos de los hermanos de otras latitudes que auxiliaron a dominar al monstruo, a la esperanza que nunca debe apagarse, a otros fuegos que sí necesita Cuba para crecer por encima de aguaceros.