Pasado el tiempo, cuando ya no era aquel muchacho de bigote oscuro, como muestran las fotografías, a Ricardo Alarcón de Quesada le preguntaron: «Ricardito, ¿qué edad tú tenías cuando te nombramos embajador en la ONU?». Quien hacía la pregunta no era cualquier persona, sino Raúl Roa García, el ministro de Relaciones Exteriores y quien había propuesto la designación en 1965.
Cuando escuchó la respuesta, Roa respiró profundo y permaneció un rato en silencio. Después, con cara de resignación, dijo: «Ay, Ricardito, verdad que estábamos locos».
La anécdota la contó el propio Alarcón, ya desde su cargo de presidente de la Asamblea Nacional del Poder Popular, una mañana de sábado en el interior del Palacio del Segundo Cabo, cuando se presentaron varios libros sobre Roa, entre ellos El Canciller, del entrañable colega, ya fallecido, Manuel González Bello.
Pero en esa historia, más allá del tono de cariño, había algo más: la aparición de un destello que alumbraba sobre una dimensión poco conocida en la vida de una de las grandes personalidades de la política y la diplomacia de los últimos 60 años en la historia de Cuba.
Con 28 años cumplidos, asumía un cargo en las Naciones Unidas reservado para diplomáticos de experiencia, algo que se dice fácil y no lo es. Porque esa condición, la de pericia, cuando se menciona, casi siempre oculta o deja en el aire otros elementos que la integran: la sagacidad, la perspicacia, la habilidad humana de concertar vínculos con personas de proyecciones distintas, el tacto, una profunda cultura y, también, algo para nada trivial, la valentía.
Alarcón tenía todo eso y lo acrecentó a lo largo de su vida. Había que verlo hablar, escuchar sus conversaciones y conferencias (y con los universitarios cubanos dio unas cuantas) para ir, poco a poco, descubriendo al hombre de acción a través de los complicados hilos de la diplomacia y al hombre de la cultura a través del pensamiento y sus reflexiones en materia política.
Esto se podía apreciar en distintos episodios, y en los esfuerzos por regresar al niño Elián González, a los Cinco Héroes o en las explicaciones sobre el carácter de la Ley Helms-Burton, por solo mencionar algunos, esas dimensiones de la idea y la acción combinadas en un individuo se reiteraron muchas veces.
Sobre todo, cuando el tema era más difícil y complicado, al menos en público, su voz adquiría una cadencia más pausada, con la cual iba acentuando sus argumentos. Tal parecía que, en algún instante, llegaría a hablar en sílabas para encontrarnos con un método muy personal de acuñar sus ideas, acompañado de una mirada fuerte y, en ocasiones, hasta desafiante.
Sin embargo, esa misma cadencia desaparecía al llegar el enfrentamiento directo. En una ocasión, durante una coyuntura muy complicada del país en los años 90, en la cual Alarcón recibió el mandato del Estado de representar a Cuba en unas negociaciones, se conoció de un episodio donde las palabras del diplomático se alejaron de la contención ante la soberbia de los representantes de Estados Unidos.
Y ahí aparecía el indicador hacia otros detalles poco conocidos: ¿quién era ese jovencito de pelo negro que designaron embajador en la ONU y cuya historia personal sustentaba al diplomático y político en su madurez?, ¿cuál era su vivencia anterior?
Sí dijéramos que era un muchacho que se adentró en la clandestinidad, que salía de las sombras y volvía a ella durante la lucha contra Batista, que se codeó con varios de los principales líderes del movimiento revolucionario, entonces algunos se asombrarían.
Siempre nos hemos preguntado cuáles eran las razones de la devoción que Ricardo Alarcón de Quesada demostraba hacia Gerardo Abreu Fontán, una de las figuras míticas de la lucha clandestina en La Habana. Esa interrogante se ha añadido a otras: la de su acción diplomática, donde mucho vale el olfato y la agudeza para saber actuar en el momento adecuado en la esgrima de las negociones cara a cara.
Allí su vida, esa trayectoria fecunda, la cual dejó de existir en vísperas de este 1ro. de mayo, tiene mucho que decir a los investigadores. Entre papeles y anécdotas de sus compañeros y compañeras de trabajo, de seguro que se encontrará esa otra dimensión oculta de Ricardo Alarcón de Quesada: la de un héroe en silencio desde los momentos más trascendentes de la Historia. No dejemos que caiga en el olvido.