Siempre que llueve pienso en mi madre. Quizá esa evocación tenga que ver con su agradecimiento perenne a la naturaleza. Quizá porque de pequeños mi hermanos y yo hacíamos de cada aguacero una expedición hogareña para que las pocas cosas que teníamos no se arruinaran con la lluvia.
Del mismo modo en que nos descubrió el valor de cada hierba, mi madre nos transmitió el augurio de los aguaceros, a presagiar en el aire húmedo la inminencia de los chubascos. Precisaba el rumbo de las aves, el ajetreo de las hormigas, el cacareo de las gallinas, con pronósticos émulos de los partes meteorológicos. Por eso sabía desde dónde llegaba cada chaparrón. «Viene del norte, por casa de Mery Pupo, o del sur, por donde vive Onofre», siempre sentenciaba. Y corríamos junto a ella a poner palanganas y cazuelas donde caían las numerosas goteras de nuestro hogar.
Cuando el cielo se ponía muy negro, si algo se parecía a un rabo de nube, íbamos a buscar cenizas donde el fogón de la hervidura, para que aquella guajira que nos dio la vida se la quitara al vendaval que amenazaba la cobija de su prole. Lanzaba rezos que aprendió de su abuela y yo nunca creí necesario aprender; porque cuando se es niño se cree que la madre estará junto a una en cada temporal. Que será eterna.
En estos días una fuerte lluvia hizo que escribiera estas líneas. La alegría me sacudió cuando sentí tronar y ver que mi balcón se inundaba por tanta agua. Cuando vi que mis plantas se empapaban con el líquido proveniente del cielo. Agradecí a Dios y le pedí que se llevara el dolor. Que arrancara la tristeza que esta pandemia está dejando en cada uno de nosotros con tantas muertes inesperadas, con la partida de tanto ser querido.
Me sorprendí demasiado alegre y pensé que tal vez la lluvia es también tristeza, melancolía… Que no siempre tiene el significado que de niña le di, cuando mi madre seguramente sufría por vivir en una casa tan precaria, pero que nunca lo hizo saber porque aquello no era asunto para abrumar a sus hijos.
Este último aguacero me dio la felicidad de siempre, pero también me arrancó dolor y hasta vergüenza. Mi casa ya no se moja. Solo tengo que procurar resguardar mis gatos cuando siento el olor a lluvia. No poner palanganas, ni calderos, ni trastos detrás de las puertas para que no se derrumben. Pero al igual que cuando anuncian ciclones, los aguaceros me remiten a una anciana que hace más de 25 años vive en una humildísima casa que me recuerda a la que tuve en mi infancia.
Cuando me entusiasmo con tanta nube negra, aparece ella a mi mente y vuelvo a pensar en mi niñez y en el desespero de mi madre cuando amenazaba con llover.
Años anteriores, cuando era fuerte la lluvia, solía timbrarle o pasar mensajes a un funcionario del municipio donde vive esta anciana, que sabe de su pesar. Ya no lo hago, porque pocas veces atendió a mi llamado donde le recordaba lo vulnerable que es Caridad Díaz, esa viejita que aun con el techo casi en la cabeza no se deshace de un cuadro de Fidel en la cabecera de su cama; y me dijo que la Revolución no es culpable de que a ella nunca le hayan dado una respuesta satisfactoria a su problema. Que la culpa es de quienes ocupan cargos sin vocación de servir.
La lluvia es vida, pero para quienes su casa se les moja como a esta octogenaria, que vive en el capitalino municipio de San Miguel del Padrón, cada chubasco es miedo, preocupación y ansiedad. Aun así yo reverencio cada gota que cae como siempre hago, con el perdón de la viejita Caridad, quien todavía con su salud quebrantada espera morir bajo un techo digno, y alegrarse algún día de que llueva para ella algo más que indiferencia y olvido.