En estos tiempos de pena Cuba es, probablemente, el primer país del mundo que pone anestesia a la hora de vacunar contra la COVID-19. ¿Qué otra cosa es la amabilidad del personal médico —vulnerable en su cuerpo, en su familia, en su capacidad de amar y sufrir, como todos— sino un bendito amortiguador de cara a ese instante ardiente y molesto que puede salvarles toda la vida a todos los «prójimos» del mundo?
Así, aliviado de antemano, entré este sábado al vacunatorio de la escuela secundaria Manuel Permuy, en el reparto Guiteras, de Habana del Este, pensando que, como Nubia en la obra que da nombre a mi vacuna —Abdala—, en la Cuba de hoy «hay un héroe por veinte de sus lanzas». Y las lanzas en que más creemos son agujas de jeringuillas.
Es cierto, antes temí que la mayor presión que agobia mi organismo —el diario robo de vidas que hace la pandemia, la inconciencia que afila la guadaña de la muerte, el morboso arrecio del cerco del vecino que nos odia y ha tomado el virus como aliado, las carencias resultantes…— afectara la otra presión, la del «120 con 80» y números adyacentes, pero esa estuvo bien y pude vacunarme. ¿Quién pagó? Como siempre, fue cosa de uno para todos y todos para uno, con criollísimo cheque de mosqueteros.
Ya pinchado, me pasaron a otra área para vigilar, por una hora, mis reacciones. Tuve las de siempre: pensaditis aguda, reflexión crónica, agradecimiento terminal… Mientras un líquido extraño entablaba con mi organismo el complejo diálogo de la bioquímica, mi cerebro repasaba con la historia cuántas vacunas morales me ha puesto esta tierra desde que nací.
Salón de espera, un aula, en realidad. Para que este mundo sea él tiene que haber anécdotas: Casi todos «metidos» en el teléfono. Una muchacha le dice a una señora —ubicada a solo ¡dos sillas! de distancia— que mire lo que acababa de ponerle en Facebook y le dé like, por favor. Yo no llego a tanto, pero llamo sin suerte a dos amigos —Ricardo y Raúl— para hacerles el cuento y abreviar, con algún relato, la espera. Al rato me avisan que puedo irme.
Abrazados al hombro llegamos a casa mi vacuna y yo. Enseguida pensé en mi madre —esa Espirta personal llamada Dolores— y la llamé a Camagüey con dos objetivos: rebajarle su preocupación por mí y menguarle su propio miedo a ser pinchada. «Mima, todo bien», le conté y ella respondió con un «¿Sí, mijo…?» al que ambos sabemos sobran los signos de interrogación.
Claro que hay preguntas en Cuba, pero siempre ganan las certezas. Mi Espirta lo sabe y por eso nunca quiso detenerme. Mi madre sabe que sí: «este rincón de tierra» me protegió en mi infancia; me llevó, amante, en su seno; engendró mi audacia. Sabe que he partido mil veces y he sido, como todos en Cuba, el centro de algún poema.
No hay miedo en mi hombro de hombre: si el Pepe Martí de aquel texto «escrito expresamente para la patria» tenía apenas 15 años y ya estaba vacunado de amor por su suelo y por su gente, ¿qué haremos nosotros que lo hemos sembrado a él al centro de nuestro sistema inmunológico?
Colgándole a mi madre llamó mi amigo Raúl: él, hipertenso, tiene su propio camino a la salud, pero está tranquilo porque, contra la COVID-19, nadie quedará desvacunado, así que intercambiamos ánimos: hablamos de la bodega, de Juan Rulfo, de los Juegos Olímpicos y hasta de «lo buena que está Cristina».
No le dije, no le diré a nadie, que mentí alevosamente a la doctora que despidió mi caso. Cuando, pasada una hora, la joven me preguntó si sentía algo extraño, le respondí que todo estaba normal, le di las gracias y salí de allí, pero ya sentía un fuerte erizamiento que me siguió todo el camino, al susurro de estos versos de Martí: «Por fin potente mi robusto brazo/Puede blandir la ruda cimitarra».