No ajeno a recursos literarios —ya se sabe que la gesta profunda se entiende con la literatura—, una buena parte del discurso de Miguel Díaz-Canel Bermúdez en la clausura del 8vo. Congreso del Partido fue dedicado a hacer un retrato mural, inédito en su pública extensión, de Raúl.
Seguramente, mientras el continuador lo leía, miles de cubanos le colocaban al lienzo los tintes de su opinión, pero si ello fuera poco, el abrazo entre los dos fue seguido por la exposición de un audiovisual que mostró, en poco tiempo, mucho tiempo y mucha hondura.
Ver decir a Graciela Tassende que Raúl era hermano de su hermano y a una joven periodista definir al General de Ejército como un amigo profundo; escuchar de una vice primera ministra que él nunca olvida las fechas de sus subordinados y de un querido camarógrafo de televisión esta definición de modestia: «un segundo que nunca quiso ser primero»… ayudará a los cubanos a decidir en cuál pared de su corazón colocar el cuadro del hombre que ¿despedimos?
«De lejos —afirmó este cuerdo “Loquillo” de nuestra prensa—, su cariño llega desde lejos».
Grande él mismo, cuando vimos, «cristalinos» sus ojos, a Gerardo Hernández Nordelo decir que Raúl es una luz y contarnos cómo un día quitó de su pecho de presidente la medalla de Héroe de la República para enviársela, a prisión de imperio, con su esposa Adriana y que, a la vuelta de esta, no le aceptó devolverla, entendimos que no era más que un recurso guerrillero para unir, en un patriota como en sí mismo, la estrella y la luz.
Tin Cremata, un certero sembrador de noblezas, concede a Raúl algo así como una doble militancia del amor como tesorero de la verdad: la límpida naturaleza de los niños y los guajiros. Él lleva, nos dijo el artista, de los dos.
Su hija Mariela fue más lejos y lo pintó desde casa: un hombre muy familiar, nos reveló antes de añadir su admiración por «cómo cuidó a mi mamá». Porque Raúl Castro, el mejor soldado de Fidel, el «hombre duro» de las FAR, el muro contra los yanquis, se entregó a Vilma Espín como se entregó a un país.
Díaz-Canel lo retrató en un tridente —maestro, amigo y padre— que fundamenta, más que el vínculo personal, los vasos comunicantes que alimentan nuestra gesta.
En caballetes diversos se boceta y se pinta, constantemente, a los guías: yo hago mi cuadro, usted el suyo, pero al cabo, ¿dónde va Raúl, el modelo de carne y hueso? A ningún sitio donde no estuviera: él es simplemente de esos elegidos que, estando entre nosotros, tocó la puerta a la historia y vivirá siempre allí.
Conmueve la coincidencia de varios entrevistados en una frase: «Fidel es Fidel. Y Raúl es Raúl». En efecto, «Fidel es Fidel. Y Raúl es Raúl»; acaso solo les faltó añadir que los dos son Cuba.