Tenemos, bendita suerte, tres maneras para intentar blindarnos contra este virus, pero absurdamente muchos continúan tirándolas por la ventana, a riesgo de viajar al Nunca Jamás.
De esa trilogía, solo el uso del nasobuco (excepciones aparte) está generalizado, a diferencia del distanciamiento social, que no hay Dios que lo imponga, mientras una simple mirada descubre a personas que compran un comestible y lo ingieren sin previa desinfección de las manos.
Ese loco proceder depende de cada cual, porque es imposible obligar a las personas a hacer lo contrario; pero en cuanto a la aglomeración, otro gallo cantaría desde hace rato si se hubiera pensado en variantes para cortar esa infracción en la actual convivencia social.
Resultaría apropiado imponer multas a los transgresores, con el fin de evitar la pegazón, una de las principales causantes del contagio, del mismo modo que hacen con los que no emplean el tapaboca. ¿Alguien cuestionaría la eficacia que tal disposición ha tenido?
A estas alturas se impone pasar de las palabras de prevención, explicadas hasta la saciedad, a plasmar sin titubeos la sabia advertencia de a Dios rogando y con el mazo dando. Más aun ante este virus, que cuenta, a diferencia de otros de sus congéneres, con el especialísimo don de ser muy letal, además de infestar con la rapidez de una centella y enmascararse en el organismo durante días sin hacerlo mostrar síntomas.
Es tan extraño que muchísimas personas piensan que no surgió de manera natural, a pesar de que los científicos han explicado con argumentos macizos que pasó hacia los humanos proveniente del reino animal.
Con esos truenos del contagio renovado con ímpetu, se aprecian a simple vista, más allá del distanciamiento que sigue sin funcionar cabalmente, otras grietas que debemos taponear del modo más rápido. Ahí están por doquier pomos plásticos con la solución clorada puestos días y más días hasta que se acaben o los rellenen en los centros de trabajo, escuelas, comercios… Y para colmo cuentan con un orificio por el cual se volatiza el cloro. La idea es agilizar su aplicación, pero lo obvio, lo correcto, sería cerrarlos herméticamente después de utilizarlos.
¿Qué decir de las almohadillas colocadas para higienizar la suela de los zapatos? Sería más de lo mismo, pues se incumplen en infinidad de lugares las normas para su empleo eficaz, que conlleva limpieza y renovación del desinfectante. No es echarlo y dejarlo horas y más horas como si su efecto, en esas condiciones, fuera eterno.
Digámoslo sin tapujos: en este momento resulta más que insensato descuidar esas maneras que tenemos al alcance de las manos para contrarrestar el virus. Y si mal es que lo hagamos individual o colectivamente, peor todavía es que ocurra en instituciones estatales o centros comerciales.