La música tiene el poder de sanarnos, levantarnos el espíritu, insuflarlo y devolverlo al camino. En la adversidad, las canciones son refugio para el alma.
Si en todos estos meses fatales —en que partieron seres queridos, en que un espacio aéreo nos separó de los que extrañamos, y la vida y la muerte se redujeron a estadísticas— no hubiésemos tenido melodías y acordes al alcance del oído, quizá todo hubiese sido menos llevadero.
Hace algunas noches lo comprobé. Fui al Karl Marx a llenarme con un «trocito de Buena Fe». La agrupación volvió a escena para relanzar su disco Carnal, que ha formado parte de la banda sonora de nuestra cotidianidad en estos tiempos pandémicos.
Afuera del teatro, los nasobucos no podían contener las emociones que despertaban los ojos. El coloso de grandes acontecimientos fue plataforma para el rencuentro de viejos amigos, para el disfrute de amores y para saludar físicamente —por vez primera— a contactos de Facebook, hasta ese entonces solo conocidos virtuales; porque donde está la buena música es inevitable no confluir.
Sé de algunos que vinieron del centro del país a La Habana para no perderse cuando menos un concierto. Por suerte pude ir al cuarto, y aunque mi asiento era en uno de los balcones, ello no me frenó a cantar con la viveza de quien se sabe las letras, pero intenta comprenderlas aún más.
Por cerca de dos horas, Buena Fe nos parapetó de todo lo duro que pudo haber sido este año. Entraron nuevamente en nuestros corazones, como desde aquel lejano 2001, para abrazarnos con la ternura y reflexión que desprende cualquiera de sus sencillos.
Hubo odas a la alegría, al choteo, a La Habana, a la sabiduría del diablo; salió la Katrina a mandar a parar a quien no tiene frenos, fuimos náufragos felices en unos instantes, nos enamoramos de la noche y bailamos al ritmo de un patakí de libertad.
Las luces de todos los teléfonos celulares acompañaron el coro «¿qué estoy haciendo aquí, amando a este país como a mí mismo?», demostrando que hay temas que —aunque repetidos hasta el cansancio— siguen moviendo emociones. Y en ese momento el teatro en pie aplaudió a médicos de la Brigada Henry Reeve presentes allí, que habían ido a tierras europeas a «darle un beso al mundo» y regresaban nuevamente.
Una frase de Israel fue necesaria: «No sé cómo pueden existir hijos de… que se opongan a que este contingente internacional reciba el Nobel». Entonces nuevamente los aplausos fueron el mayor premio para esos valientes.
Quiso el azar que hubiese un percance —algo muy posible en producciones en vivo— con la guitarra de Yoel en pleno espectáculo y justo cuando debían tocar un tema que la precisaba, pero el grupo siguió adelante porque «somos cubanos y cuando no se tiene guitarra se improvisa».
Antes de que cayera el telón, los intérpretes agradecieron al público por apostar por su obra y arriesgarse a salir de casa para escuchar un poco de música. Nosotros les correspondimos por el fuego y por el amor, porque «no importa lo trastocado que esté el mundo, nos hace falta el arte y cantar».