La primera vez que estuve en Los Cayuelos, a unos dos kilómetros de la playa Las Coloradas, quedé más que sorprendido. Sobre el pantano, las cortaderas y los mangles de antaño, se había tejido un puente de hormigón de más de 1 520 metros.
Era de madrugada, al igual que en el tiempo de un épico desembarco, y varios ejércitos de jejenes y mosquitos dispararon a placer sobre mi piel mientras cruzaba el muro de concreto. A eso se añadió un frío «polar» que hacía rechinar mandíbulas hasta quienes se ufanaban de ser los más calurosos.
Fue solo una pequeña muestra de lo que vivieron aquellos 82 hombres encabezados por Fidel. Entonces comencé a comprender mejor la aventura cierta y gloriosa de esos soñadores, quienes navegaron en una «cáscara de nuez» durante siete días y llegaron desde México con la cabeza atolondrada por los mareos o la navegación azarosa, los intestinos quebrados por el hambre cósmica, el cuerpo aflojado por el cansancio o las tensiones.
A la sazón entendí al Comandante en Jefe, quien dijo sin exageraciones que esa llegada accidentada, con la aviación merodeando la costa, fue uno de los episodios más ásperos y peligrosos de su vida.
Volví en otras oportunidades a Los Cayuelos y en cada viaje me crecieron más los ojos imaginando aquel desembarco del 2 de diciembre de 1956, que duró inevitablemente dos horas entre el mangle y la ciénaga y provocó llagas inmensas en los pies, pero no en el alma.
Qué fuerza testicular, qué voluntad suprema tuvo aquel grupo de atrevidos cuyo promedio de edad era solo de 27 años y se había propuesto zafar las cadenas de Cuba o perecer en ese empeño. Qué manera de aferrarse a una idea y de cumplir la palabra prometida.
Volví otras veces a Los Cayuelos y siempre la historia hizo de farol fascinante, porque lleva a repasar otra verdad más fuerte: como si no bastara el examen riguroso del desembarco, tres días después sobrevino la tristeza en Alegría de Pío, donde se fragmentaron en 28 grupos, algunos de estos aniquilados salvajemente.
¿Cómo pudieron Fidel, Raúl y otros pocos esquivar todas las asechanzas y cacerías hasta llegar a Cinco Palmas, después de caminar decenas de kilómetros? ¿Qué estrella los habrá iluminado en el trayecto para promulgar entre palmeras que con ocho hombres y siete fusiles se podía ganar una guerra?
En uno de esos retornos a Los Cayuelos, el historiador de Niquero, Alberto Debs, me removió con un dato que a veces pasamos por alto: otro 2 de diciembre —el de 1884— desembarcaron con armas por Las Coloradas varios independentistas liderados por Ramón Leocadio Bonachea, uno de los que se opuso a la paz vergonzosa del Zanjón. Varios de ellos fueron condenados y fusilados en Santiago de Cuba tres meses después.
Cada madrugada que he retornado a Los Cayuelos reafirmo que es una dicha haber estado allí, pellizcar el pasado, volver a andar los pasos de quienes se jugaron el pellejo para traer definitivamente la antorcha de la libertad.