Puede sentirse el punzante estampido del odio en la historia cubana desde la trágica escena de los ocho estudiantes de Medicina baleados en la flor de su candidez y de sus sueños, un 27 de noviembre de 1871.
El filme Inocencia nos devolvió, con toda la agudeza poética del cine, el dolor inmarchitable de aquel día, que no podemos rememorar como un simple rito conmemorativo de todos los años.
Los motivos que compulsaron aquel crimen tienen mucho que decirnos ahora mismo, cuando, junto a intentar restarle sufrimientos y muertes al país, sometido a una gravísima tragedia de la civilización, nos acechan otros demonios que vienen desde el fondo de nuestra historia.
Es muy triste escuchar el mismo aullido frenético y recalcitrante de aquellos voluntarios que asediaron a los estudiantes de Medicina en la Cuba del siglo XXI, ahora amplificado por las emergentes campañas políticas en internet y dirigido contra todo el que intente defender la dignidad y la justicia en Cuba.
En el corredor extraordinario de la historia cubana se levantaron claramente dos caminos, entre los que siempre, parece, debemos elegir: el del egoísmo, la ignorancia, la confusión, la brutalidad, la sumisión, la injusticia y hasta el crimen, mientras por el otro se yerguen la generosidad, la honorabilidad, la decencia, la honradez, la emancipación, la nobleza y la virtud.
Con independencia de mezclas o matices, que tampoco faltaron por momentos, los referentes de uno y otro sendero son fáciles de descubrir en el rastro de nuestros héroes y en la saga de sus antónimos patrióticos y morales.
Así quedó delimitado, por ejemplo, en la horrenda suerte de numerosos prisioneros del asalto que hizo despertar el sueño del Apóstol en el año de su Centenario. Estos fueron torturados y masacrados con salvajismo inigualable por los esbirros que convirtieron ese actuar en la naturaleza de aquella dictadura.
Acontecimientos como esos, se precisa advertir nuevamente, deben alertarnos como pueblo de la suerte que nos depara la imposición de lo peor del alma cubana.
No fueron pocos, en siglos de formación de nuestra nacionalidad, quienes se dejaron tentar por esa ferocidad, alimentada, y no pocas veces mercenarizada, por intereses tan vetustos y mezquinos como los de aquellos voluntarios del colonialismo. Esto es preciso deslindarlo entre la manipulación, la ceguera y costosos vacíos o distanciamientos actuales de nuestra parte.
Quienes por falta de madurez, o juicio, aspiran incluso a un baño de sangre para su patria, o barrer con los sedimentos justicieros de siglos de lucha, se convierten en herederos de asesinos sin mínimos de compasión, como aquellos que volaron por los aires un avión de Cubana con 73 personas y luego proclamaron: «pusimos la bomba… ¿y qué?
La segunda temporada de LCB: La otra guerra, tan importante para el arte televisivo como para la memoria nacional, nos recordó igualmente la ciénaga de maldad en los que podemos hundirnos si nos dejamos arrastrar por la intolerancia en nombre de cualquier causa.
Nada hermoso y regenerativo podemos esperar de esos sentimientos, causantes en esta tierra —donde floreció tierna y mayoritaria la semilla del bien y la nobleza—, de nuestros peores o más estremecedores sucesos sociales de dolor. Algunos de los errores más costosos de la Revolución podemos sumarlos a esa cuenta.
En los tiempos que nos recuerda la saga de la lucha contra bandidos, mientras cientos de jóvenes llenaban los campos de Cuba del sueño alfabetizador, otros intentaron dejarlo espantosamente colgado con alambres de púa en los cuerpos del maestro voluntario Manuel Ascunce Domenech y del campesino Pedro Lantigua.
Tal vez no se percatan, como apunté en otro momento, que mientras la Revolución se poblaba de héroes y heroínas humildes, su camino se cubrió de asesinos o traidores al ideal de José Martí, en apañadores y sostenes de los desvaríos del norte revuelto y brutal, cuyas apetencias estamos convocados a impedir.
Avergüenzan quienes proclaman sin pudor que sus fondos vienen de agencias de Estados Unidos que no son más que tapaderas de la CIA y otras agencias para el ejercicio de su hegemonía mundial. También los que lo niegan mientras sustentan sus empeños con las arcas de la maldad que tanto nos emponzoñó y fragmentó siempre.
El resultado de esa otra «serie histórica», para nada de ficción y menos edificante, fue magistralmente descrito en el texto La CIA y la guerra fría cultural, de la periodista británica Frances Stonor Saunders. En el libro, como recordé en diálogo reciente con la revista Temas, se desnuda la campaña secreta en la que algunos de los defensores más entusiastas de la libertad de pensamiento en Occidente e intelectuales renombrados de los antiguos países socialistas terminaron por convertirse, consciente o inconscientemente, en vulgares instrumentos del servicio secreto norteamericano.
Deplorable final el de terminar en el bando del odio, la tergiversación y la destrucción, en guionistas modernos de otro capítulo de Inocencia. Solo que, con la fórmula del amor triunfante, aquí no volverán a sonar los repugnantes disparos otro 27 de noviembre.