Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Cuqueando al posible matador

Autor:

Nelson García Santos

Cuando se destapó el nuevo coronavirus, extendido rápidamente a la par de especulaciones y revelaciones sobre sus características y formas de comportarse, hubo una machacona revelación: las personas de mayor edad resultan las más propensas a sucumbir por su contagio.

Ese anuncio estaba avalado científicamente, y la impetuosa marcha de la pandemia lo confirmó. Un estudio realizado por el centro chino para el control y propagación de enfermedades precisa que las personas de 80 y más años son las que tienen mayor peligro para la vida, junto a las que padecen determinadas enfermedades crónicas.

La investigación situó entre las dolencias prexistentes con mayor peso en el riesgo de sufrir complicaciones agudas a las cardiovasculares, seguidas de la diabetes, las enfermedades respiratorias crónicas y la hipertensión arterial.

Esta información, propagada hacia los cuatro puntos cardinales, advertía sobre la imperiosa necesidad de una mayor protección de esas personas, lo que, increíblemente, en muchísimos lares cayó en saco roto, y esa desatención se multiplicó en miles de cruces para indicar a los que se ha llevado el virus para el nunca jamás.

Paralelamente, la verdad de la relación más fatídica entre vejez y virus, avalada por la Organización Mundial de la Salud, por paradojas terrenales devino bumerán, porque millones de personas asimilaron que era simplemente una enfermedad con garra predestinada para quienes transitaban hacia el ocaso de la existencia.

Esa creencia se reforzó todavía más con el otro mensaje cierto de que la enfermedad la podían rebasar mejor los jóvenes. Obvio, más allá de excepciones —y siempre las hay—, los años vividos van deteriorando la salud con ese estado que la frase popular resume en la benevolente expresión de «achaques de viejo».

Tampoco expusieron ninguna mentira sobre la COVID-19, una verdadera salación para los añosos. Pero esta pandemia ha mostrado que en materia de comunicación debemos hilar muy fino, porque esa buena y atinada alerta creó otra situación muy peligrosa.

El hecho de conocerse quiénes eran los más vulnerables, en vez de afianzar el cuidado desató en una parte considerable de la sociedad el descuido, incluso en gobiernos, que en vez de actuar para reforzar medidas de protección para sus ancianos, olímpicamente se cruzaron de brazos.

Para salir del trance originado por apretar a fondo el acelerador en el aviso destinado a los de mayor edad, hubo que aplicar una marcha atrás forzosa y empezar a ponderar con urgencia que nadie estaba inmune ante el peligro viral. Se recurrió, incluso, a tocar las fibras más sensibles de las personas al aconsejar a los jóvenes que, cuidándose ellos, protegían a sus padres, abuelos… en fin, a los más longevos de la familia.

El error no estuvo en identificar en qué grupo el zarpazo sería más mortífero, sino que faltó entrelazarlo con igual intensidad y reiteración de advertencias, desde el inicio del fenómeno, con énfasis en que nadie resultaría intocable. A fin de cuentas, de esa manera la comunicación deviene más eficaz para prevenir y atajar a esos que aún hoy andan por ahí cuqueando tontamente a su posible matador.

 

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