Parecido al célebre parlamento shakesperiano de to be or not to be (ser o no ser), el vender o no vender (o para decirlo con mayor precisión: qué se vende y por qué), parece ser una de las cuestiones de fondo de la economía cubana. Y en ese tema esencial, el conocimiento de la demanda interna se convierte en un asunto casi como lo es el oxígeno para la vida.
Camino a nuevas transformaciones financieras, como se anunció en la sesión ordinaria de la Asamblea Nacional del Poder Popular en diciembre último, la dinamización de la actividad minorista resulta vital para la salud económica del país; sobre todo, a la hora de evitar los para nada subestimables conflictos de la inflación y sus fenómenos asociados.
No son gratuitos, entonces, los constantes llamados hechos por las principales autoridades del país desde el 27 de junio pasado —cuando se aprobaron medidas económicas para superar la actual situación y un incremento salarial en el sector presupuestado—, de dinamizar la oferta de bienes y servicios a la población. Productos en almacén no se venden y el impacto de esas inercias mercantiles caen sobre el sector presupuestado al no recaudarse el capital necesario para su respaldo.
Sin embargo, la relación entre la economía y el consumo interno tiene otras complejidades. En el escenario que comenzó a dibujarse el pasado año en Cuba después del incremento salarial, el consumo interno adquiere una mayor relevancia con importantes segmentos de la población, que han incrementado su capacidad adquisitiva; pero que, en no pocas ocasiones, chocan con los desabastecimientos de uno o varios productos en distintos establecimientos: desde los centros recaudadores de divisas hasta las modestas tiendas del Ministerio de Comercio Interior.
A lo anterior se le añade algo que no se puede olvidar y es que un número importante de ciudadanos poseen una serie de necesidades acumuladas por años. Desde los materiales para construir o reparar una vivienda hasta comprarse una lavadora, un televisor o los artículos más disímiles para una familia en el vivir cotidiano.
Esas necesidades son las que hoy se concretan con un salario incrementado y que tropiezan con las carencias u ofertas irregulares en las tiendas. La causa de este problema tiene su explicación, entre otras complejidades, en las tensiones que van desde el bloqueo hasta la capacidad adquisitiva y productiva del país unido a su articulación con el mercado interno; sin embargo, también tienen su origen, como se ha criticado en las visitas gubernamentales, en acomodamientos e inercias de todo tipo que han impedido la salida de productos de los almacenes en la medida en que estos se venden en el mostrador.
Ese problema del desconocimiento de la demanda en una actividad que necesita, quizá como ninguna otra, conocer las necesidades de sus clientes, tiene su nido de primavera en una serie de problemas estructurales, y uno de ellos es la insuficiente autonomía de las entidades y establecimientos, aunque algunos pasos se han dado en los últimos tiempos en este sentido.
Si casi todo viene asignado por la canalita; si las posibilidades de venta se estiman sobre índices históricos y no por un conocimiento real de lo que se quiere y pueda consumir; si para hacer una rebaja e incluso devolverle a un cliente un producto en garantía casi se debe convocar a una Asamblea General de las Naciones Unidas, entonces (entre otros «si»), el terreno se encuentra más que abonado para que el conocimiento de la demanda no sea una necesidad ni mucho menos una de las brújulas más certeras en la actividad minorista.
El resultado, como suele suceder, es la presencia de una serie de situaciones viciosas, que atentan contra la calidad del servicio. O para reducirlo a una sola idea: una serie de desaguisados, cuyas gotas en el rebosamiento del vaso son el maltrato o la redirección de productos y artículos de la venta estatal hacia las redes del mercado negro a través de los más disímiles subterfugios.
En la necesidad de reanimar la economía, de aumentar sus motores de crecimiento, el insuficiente conocimiento de la demanda interna puede ser un freno para nada subestimable; no solo en lo que pueda entorpecer sino en lo que deje de ingresar el país por unas cataratas, que obligan a mirar a los pies cuando la visión de las empresas y sus bases comerciales debe estar bien adelante y con entera soltura.