Como ocurre en ocasiones cuando uno acude a una dependencia a realizar un trámite —burocrático, profesional, particular…—, la persona a quien debía ver no estaba. «Lo citaron para una reunión —me dijo su secretaria con afectada cortesía—; dudo que regrese pronto». Acto seguido retornó a la pantallita de su teléfono móvil y al escrutinio de sus uñas acrílicas.
No andaba abundante de tiempo, pero la premura de mi gestión me conminó a aguardar un rato. «A lo mejor tengo suerte y el hombre aparece de pronto por esa puerta», me dije para darme ánimo. Y como en el área de recepción divisé un asiento desocupado fui hasta allá, tomé posesión y rogué porque mi (im)paciencia fuera recompensada con algo de fortuna.
Las horas parecen transcurrir a velocidad de vértigo cuando estamos en una fiesta o en buena compañía. No ocurre igual en una guardia o en una espera. En estos casos, el dios Cronos aparenta no tener prisa y nos tortura con minutos laaargos y tediosos. Bueno, a no ser que los empleemos en observar. Los periodistas solemos nutrir con los ojos nuestra agenda.
Lo primero que me llamó la atención en mi recorrido visual fueron unas desteñidas proclamas adheridas a las paredes con evidente descuido y quizá —digo yo, no sé…— hasta para salir del paso. ¡En octubre todavía daban vivas al Primero de Mayo! Un desactualizado mural pecaba del mismo problema: exhibía recortes de periódicos que hablaban acerca del asalto a los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes… tres meses después de que su aniversario se convirtiera en noticia.
Ni por asomo pretendo concentrar mis críticas únicamente en la dependencia donde malgasté una mañana en espera de alguien que nunca llegó. Lo que observé allí no es la excepción, sino la regla en muchos lugares análogos. Y no se trata solamente de retirar de la vista pública un cartel fuera de fecha o de actualizar un mural con lo último en materia informativa. En realidad de lo que hablo es de la cultura del detalle.
La propaganda y la ideología no están reñidas con la belleza ni comulgan con el bostezo. Exigen creatividad si quieren impactar en los receptores y hacer que asimilen sus mensajes. Repetir machaconamente los mismos textos los erosionan y les restan capacidad de sugerencia. Lo mismo ocurre con los murales. No es llenar espacios con imágenes y recorterías, sino darles sentido con la ayuda de criterios estéticos.
Hace poco cubrí periodísticamente la asamblea de balance de cierto organismo. La anfitriona fue una cómoda sala teatro, atildada para la ocasión. Su mobiliario era de primera, confortable y cuidado. Empero, lo afectó la poca imaginación y sensibilidad con la que sus butacas fueron registradas en el inventario: a cada una le garrapatearon con brocha gorda un enorme y horrible número en su parte trasera. A nadie se le ocurrió diseñar una plantilla que permitiera reproducir con buen gusto los guarismos en sus partes no visibles.
Pero fomentar la cultura del detalle entraña también mantener las unidades con servicios de excelencia; hacerle la vida agradable a la gente mediante la solidaridad y las buenas maneras; convertir la decencia en un culto y el respeto en una premisa; asumir la belleza que yace en la sencillez; romper con los estereotipos y apostar por lo bien hecho… No hay grandeza que no haya sido precedida por un detalle.
En su cuenta de la red social Twitter, el Presidente de la República, Miguel Díaz-Canel Bermúdez, pidió trabajar «instalando la belleza y la cultura del detalle como prácticas de vida. Venciendo la inercia de los cansados. Contagiando de entusiasmo y optimismo a los comprometidos. Entendiendo que la belleza del peor momento está en el tamaño de los desafíos».
Cuando la sociedad incorpore a su tejido existencial la cultura del detalle, tendremos un país más hermoso y justo, y, además, una población más comprometida y satisfecha. Con la sensibilidad a flor de piel y la imaginación a la orden de nuestros sueños, todo futuro será, necesariamente, mejor.