A veces, cuando hablamos de la Cuba que amamos o de la que nos duele, caemos en el espejismo de referirnos a un país ajeno, como si no pudiésemos mover una sola partícula del entorno de nación, como si sobre nosotros gravitaran, inexorablemente, las decisiones que toman otros seres lejanos, ubicados en dimensiones intocadas.
Es como si por momentos olvidásemos que los cubanos que respiramos sobre la Isla vivimos conectados, entre todos, por hilos evidentes o invisibles; estamos ubicados sobre un gran escenario común hecho de otros más pequeños, desde los cuales podemos transitar, si queremos, de sujetos a útiles actores, y de estos segundos, a protagonistas.
Tal vez el suceso que con mayor énfasis merece ser destacado si hablamos de compartir la suerte colectiva, sea el modo en que —mientras se iba perfeccionando con la opinión de millones de seres humanos el texto de la nueva Constitución de la República de Cuba, la que fue ratificada en Referendo popular el pasado 24 de febrero—, se tuvo en cuenta el sentir de cubanos en otras latitudes, desde la certeza de que, quienes sienten amorosamente por su tierra, tienen tanto derecho a soñar y a mejorar la sociedad nuestra como cada uno de los que vivimos de este lado de las aguas.
Hasta esos lindes abiertamente democráticos hemos llegado hablando de participación y de aunar voluntades. Y mientras el país suma a su historia capítulos de entramados humanos como esos, los enemigos jurados de la Revolución hablan —como de costumbre hacen pero con marcada intencionalidad en estos tiempos— de abismos entre cubanos, y de dos países: el que desean y hacen los decisores, los gobernantes, y el que anhelan los cubanos «del común».
En los últimos tiempos, sin embargo, muchas señales echan por tierra ese discurso malintencionado. El país vive cambios a lo profundo, como el surgimiento de su nueva Carta Magna, y está abocado al nacimiento de nuevas normas jurídicas —serán decenas de ellas— con las cuales quedará estampado en un rico andamiaje legal todo el espíritu incluido en la Constitución. Y sumado a ese hecho esencial, hay un estilo de trabajo, marcado por la intensidad y la transparencia, que emana desde la máxima dirección del gobierno, y que busca impregnar todos los espacios posibles.
Sobre esto último, vale mencionar el estilo de gobierno itinerante de un Presidente de país que encabeza visitas del Consejo de Ministros a cada provincia de la Isla, con lo cual se nos recuerda que no hay mejor oficina que el terreno popular, y que no hay mejor fuente de información para pulsar voluntades que las voces salidas desde una multitud.
Desde luego, como los problemas son muchos —motivados por el bloqueo imperial, y también por los problemas endógenos que nacen de disímiles actitudes negativas—, no será fácil ver los frutos a pesar de la intensidad del esfuerzo y de las decisiones atentas a las necesidades del pueblo (decisiones que apelan crecientemente al rigor de la ciencia). La fórmula de salvación está en tener claro, sin perder el rumbo y la tenacidad, un horizonte que explicaba, en una reunión reciente de trabajo, el Presidente de los Consejos de Estado y de Ministros, Miguel Díaz-Canel Bermúdez:
«El país que queremos —decía él— lo queremos entre todos, y eso es lo que nos define, tener identificado el país que queremos (…):
«Queremos un país socialista, libre, independiente y soberano, fiel a nuestra historia, defensor de nuestra identidad cultural, antimperialista, unido, con justicia social y dignidad, con respeto a la dignidad plena del hombre, próspero, sostenible, inclusivo, participativo».
El Presidente también hizo alusión a «un desarrollo equilibrado y sostenible», a una «invulnerabilidad militar, ideológica, social y económica». Dibujó un país en el cual «haya democracia del pueblo» y no falsedades nacidas del «poder político y antidemocrático del capital»; y subrayó «que haya prosperidad y armonía con la naturaleza», con el cuidado de «las fuentes de las que depende la vida del planeta».
El Jefe de Estado resaltó el «desarrollo económico, (la) justa distribución de las riquezas, garantía del servicio de calidad a toda la población, accesos gratuitos y universales a la educación, salud pública al servicio de los ciudadanos, práctica de la solidaridad, rechazo al egoísmo». Y dejó en claro otras aristas de la Cuba que nos interesa, como compartir, no lo que nos sobra, sino lo que tenemos, repudiar las formas de discriminación social de cualquier tipo, combatir el crimen organizado, así como el narcotráfico en el territorio o la trata de personas.
Habló, finalmente, de «un país sin esclavitud y donde defendamos los derechos humanos de todos los cubanos, no de un segmento exclusivo y privilegiado». Y selló su idea con una verdad que alude a una sola Cuba y a un solo protagonista desafiado por la necesidad de perfeccionar realidades: muchas de esas conquistas las tenemos, explicitó Díaz-Canel, ahora de lo que se trata es de saber defenderlas.