El sistema político cubano no parece hacer alardes de pirotecnia cuando proclama la voluntad de acentuar el carácter «democrático» del modelo de socialismo.
La sola discusión de si esa palabra —con todos sus significados— debería aparecer en dicho modelo provocó abundantes debates. Muchos aludían que sobraba mencionarla cuando de socialismo se trata, porque el modelo que no sea democrático ya no es socialista.
Pero definitivamente se impuso la coherencia y la honestidad para reconocer que no todos los modelos que se proclamaron bajo esos ideales lo fueron, y que en nombre de sistemas que dijeron asumirlos se cometieron pecados incontables, aunque deba recordarse aquí aquella idea leninista de que las revoluciones son sabias, inequívocas, quienes se equivocan son los revolucionarios.
No hacen falta siquiera mayores indagaciones para reconocer que fue precisamente la ausencia de democracia una de las condicionantes de aquellos a los que Fidel llamó «desmerengamientos», ocurridos en la URSS y los países de Europa del Este, cuyas consecuencias aún pagamos en los ámbitos práctico y simbólico.
No por casualidad los 25 años de la caída del famoso Muro de Berlín fue celebrada en 2014 con turistas que sobrevolaban la capital germana, mientras allá abajo un sugerente muro de luces les despertaba quién sabe cuántos recuerdos, instintos e ideas.
Los pasajeros de esos vuelos especiales pudieron contemplar para esa fecha los 15 kilómetros de lo que se nombró —extraña casualidad— como la «frontera de luz», una hilera de 8 000 globos luminosos que hicieron resplandecer una parte del antiguo trazado de la muralla.
El singular paseo, como dije entonces en esta columna, no hacía más que recordarnos que la contienda más grande y riesgosa de la modernidad se escenifica en el turbio y movedizo significado de los símbolos.
Sin embargo, hay más razones que nunca para afirmar que no más apagarse el resplandor de aquellas luminiscencias berlinesas —lógicas en un país que emergió del desmerengamiento con su reunificación—, cualquiera con un mínimo de «vuelos» por los azares de este mundo sabría que muchos años después de la caída del Muro de Berlín el capitalismo y sus entusiastas tendrían muy poco que celebrar, a no ser su enorme capacidad de producción y reproducción material y simbólica.
Fuera de toda la alharaca berlinesa, la pregunta razonable es: ¿por qué el capitalismo no ha triunfado?, incluso tras aquella debacle. La interrogante se la hizo hasta una plataforma mediática defensora de los valores del sistema, aunque con equilibrio y sensatez, como BBC Mundo, cuando publicó un interesante artículo bajo esa pregunta, por la misma fecha en que aquellos 25 años devolvían la picazón del delirio.
En el texto, el filósofo y político John Gray lanzaba sus cubos de agua helada a los teóricos de la eternización del capitalismo y de cualquier otra eternización. En los próximos años, apuntó, la creencia de que las sociedades están evolucionando hacia el capitalismo de mercado podría ser puesta a prueba.
No hay razón para pensar que el capitalismo se enfrenta a una perspectiva inminente de colapso global —indicó—, pero tampoco hay razón para suponer que el capitalismo reanudará su avance. En su opinión, el resultado más probable es que el futuro será como el pasado, con una variedad de sistemas económicos.
Si lo anterior no les queda más remedio que reconocerlo a los defensores del capitalismo, desde la perspectiva de una de sus potencias mundiales, qué no podríamos cuestionarnos los habitantes de este archipiélago sumergido en la llamada periferia global, y donde ya se vivió nuestra «dosis exacta» de dicho sistema.
Claro que un cuestionamiento de esa naturaleza solo sería fecundo y serio si parte, como está ocurriendo con énfasis en estos momentos en Cuba, de una valoración crítica de los modelos de socialismo construidos, y de nuestro propio modelo, que no podría ignorar, como ya hemos visto, los déficits democráticos.
En medio de las radicales transformaciones estructurales en el proyecto político que se adentra a los desafíos del siglo XXI, es preciso reconfigurar, atemperada a la modernidad, la idea leninista de «Todo el poder a los soviets», o la de Fidel de que «El poder del pueblo, ese sí es poder», que cierta burocracia pretendió manipular para favorecer sus intereses elitistas.
El edificio verdadero que debemos habitar en la democracia socialista nuestra es aquel donde se honre cada vez más que la soberanía debe residir en el pueblo, el único del cual puede emanar todo el poder del Estado. Si bien la anterior es una proclama clásica de todas las constituciones burguesas, solo en un modelo de socialismo que aspire, como soñó el Che Guevara, a liberar al hombre de toda enajenación, es posible darle a ese precepto su verdadera naturaleza emancipadora.
De ahí que uno de los más grandes de nuestros desafíos es continuar reconciliando nuestra institucionalidad política unipartidista, la estatal y gubernamental, con los criterios de soberanía popular que marcan especialmente las aspiraciones del socialismo en este siglo.
Aunque estamos en vísperas de conocer cómo la comisión redactora de la actual reforma constitucional resumió el espíritu del gigantesco debate nacional promovido para someterla a consenso, el primer escalón de este proceso fue ya una demostración de la voluntad política de acrecentar el carácter democrático de nuestro socialismo.
Otras señales en ese sentido —aunque no es propósito de estas ideas resumirlas todas—, son los pronunciamientos del Presidente de los Consejos de Estado y de Ministros de que la prensa debe formar parte de los mecanismos de rendición de cuenta de las instituciones públicas a los ciudadanos, un estilo de Gobierno que favorece el contacto sistemático y directo con las bases de la sociedad, la apertura de cuentas en redes sociales o la regularización de las comparecencias ante los medios de comunicación de funcionarios de alto rango que explican los resultados de su gestión.
Puede presumirse que se trata solo de los primeros pasos de una sociedad que intenta avanzar hacia un redimensionamiento rotundo del estilo vertical hacia uno más raigalmente horizontal y trasparente en la gestión política y de Gobierno que, como muchos habrán advertido en el nuevo texto constitucional sometido a consulta, tiene amplias posibilidades de acentuación y ampliación.
Y esto último, por su valor y trascendencia, sí merece que hagamos suficientes alardes de pirotecnia.